Verbum Analecta Neolatina XXII, 2021/1

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Los debates sobre la otredad en la América colonial se han centrado en más de una ocasión en la dicotomía aborigen/español. El embate de la conquista, se ha señalado muchas veces, supuso una vasta empresa de destrucción de culturas ajenas a la europea y, en consecuencia, la colonización y evangelización posteriores se caracterizaron por una negación sistemática del otro en tanto que otro. El descubrimiento de América, por ejemplo, ha sido visto como “el acontecimiento histórico más asombroso de nuestra historia, aquel en el que emerge un sentimiento de extrañeza radical ante el otro” (Todorov 1999: 14). En este tipo de afirmaciones puede sospecharse que la afirmación “nuestra historia” hace referencia justamente a la historia de Europa occidental. Sin embargo, desde ciertos ángulos de los estudios postcoloniales (cf. Spivak 1998) el problema de la homogeneidad en el tratamiento del subalterno es un elemento que debe tenerse muy en cuenta si no se quiere caer en ciertos reduccionismos bipolares (opresores-oprimidos; élites-subalternos). De hecho, se ha estudiado cómo entre los grupos dominados existen diferencias importantes y cómo los integrantes de ciertos grupos utilizan estrategias para legitimar sus posiciones. Lo cierto es que un examen riguroso, en el caso de la América española, manifiesta la formación de una sociedad interétnica de extraordinaria complejidad, en la que la pirámide social estaba determinada por las procedencias geográficas y las pertenencias étnicas.

Por lo demás, se parta o no de la teoría postcolonial, es posible cuestionarse si ciertos estudios, al poner el énfasis en la dicotomía colonizados/colonizadores, amerindios/ europeos, “no han perdido de vista gran parte de las interacciones que caracterizan las situaciones coloniales” (Cañizares-Esguerra 2007: 32). Esto es, si partimos de esquemas basados en la oposición “español o criollo/ indígena”, descuidamos el carácter híbrido de la sociedad colonial, que es mucho más complejo al participar en ella otros actores que resultan excluidos e incomprensibles desde ciertos binarismos simplificadores. Por tanto, una reflexión sobre la alteridad cultural en América Latina y/o en su época colonial no debería ceñirse en exclusiva a las oposiciones binarias, sino que debería incluir a otros contingentes que contribuyeron de modo decisivo a la construcción de la nueva sociedad.

1 Los afrodescendientes y sus “espacios de libertad” en la América española

Es en este punto donde la atención se ha de enfocar en la presencia de la población de origen africano. Como se sabe, España, que ya había importado esclavos en la Edad Media, acudió al tráfico desde África para apuntalar su control sobre las zonas ocupadas en América, que reclamaban mano de obra tanto en el interior como en las ciudades recién fundadas. La debacle demográfica de la población indígena, debida a las enfermedades importadas y las conquistas militares, así como el impulso de las leyes protectoras del indio, condujeron a las autoridades a impulsar el comercio de esclavos desde África. El número de personas secuestradas y vendidas fue incrementándose a lo largo de tres siglos, de modo que se convirtió en un elemento imprescindible de la economía colonial. Incluso la Iglesia, que había abanderado la defensa del indio, no tuvo una posición tan firme con respecto a la esclavitud africana. No faltaron, sin duda, escritos de denuncia y figuras excepcionales como san Pedro Claver o el jesuita Alonso de Sandoval, que entregaron su vida en favor de las condiciones de vida de esta desgraciada comunidad. Pero los libelos antiesclavistas no tuvieron ni de lejos la difusión de la obra indigenista de Bartolomé de Las Casas, ni afectaron esencialmente a la política española con respecto a sus esclavos.1

En la primera mitad del siglo XVI entraron en los puertos españoles de América 268000 personas para ser expuestas y vendidas. Solo en la ciudad de Lima había 14.481 negros y mulatos de un total de 27394 habitantes en 1636 (Blackburn 2007: 143). Las cifras a lo largo de la colonia fueron incrementándose en favor de la población negra frente a la indígena. En el censo capitalino de 1700, la proporción es de un 11,7 % de indios frente a un 31,7 % de negros y mulatos. Al final del siglo, en 1791, la distancia se había agrandado: 7,9 % de indios ante un 41,6 % de negros, mulatos, zambos y cuarterones (Pérez Cantó 1985: 50). A estas cifras se suman testimonios de cronistas y viajeros que transmiten a sus lectores la impresión de que en la capital del Virreinato vivía una masa informe de negros, mulatos y zambos, un dato que no dejaba de alarmar a las autoridades y las élites criollas (Jouve Martín 2005: 22–26). La conclusión inevitable es que Lima, desde el punto de vista demográfico, fue una ciudad criolla y africana a lo largo del periodo colonial.

Tanto en Perú como en el resto del Imperio, los esclavos de origen africano se empleaban, sobre todo, en el servicio doméstico, las obras públicas, los obrajes textiles, etc. Muchos de ellos vivían en los centros urbanos, en convivencia muy estrecha no solo con sus amos, sino también con otros individuos de muy variada procedencia étnica y social. La esclavitud urbana fue, en líneas generales, una servidumbre menos dura que la que sufrían los afrodescendientes en las plantaciones y las minas (Bernand 2011: 97–11). Esta es una idea importante que debemos tener en cuenta en las próximas páginas. Es precisamente desde las ciudades cómo la introducción de la población de origen africano contribuyó de manera decisiva a la formación de una sociedad interétnica. La famosa “pintura de castas” es una prueba de ello. Una rápida observación de este género pictórico desarrollado en la América española del siglo XVIII nos revela un panorama costumbrista marcado por el cruce de etnias y culturas. Ahí podemos observar, a partir de los matrimonios interétnicos y las uniones de hecho, la promoción social de individuos que, de otra manera, se situarían en lo más bajo del escalafón étnico-social. Asimismo, se percibe la cercanía de unas razas con otras, sobre todo en el ámbito urbano.

En términos generales, y sobre el papel, llegó a ser más fácil para un esclavo alcanzar la manumisión (o sea, la libertad) en las colonias gobernadas por su Majestad católica que en las demás colonias británicas, portuguesas, holandesas o francesas. Frente al resto de legislaciones europeas sobre esclavitud, se admitía que un esclavo pudiese denunciar a su amo por malos tratos o se otorgaba el derecho a comprar su libertad (Andrés-Gallego 2005: 244–258). Otra cosa es que las leyes se cumplieran. De todas formas, en el discurso letrado colonial muchas veces se subraya la humanidad del sistema español frente al de las otras potencias europeas. Félix de Azara, militar ilustrado y científico que vivió en el Río de la Plata en el último cuarto del siglo XVIII, señala lo siguiente:

… se los trata con bondad, no se les atormenta jamás en el trabajo, no se les pone marca y no se les abandona en la vejez […] Para creer la manera de tratar a los esclavos en este país es necesario haberlo visto, porque no se parece nada al trato que sufren en las otras colonias americanas […] Yo he visto a varios esclavos rehusar la libertad que se les ofrecía y no querer aceptarla más que a la muerte de sus dueños.
(Azara 1998: 144)

Existen muchos otros testimonios en los que los españoles aseguraban tratar a sus esclavos mejor que en ninguna parte (Andrés-Gallego 2005: 241–244). Seguramente Azara exagera, pero no hace otra cosa que anotar observaciones que tienen en cuenta esa mayor facilidad legal del afrodescendiente en la América española en alcanzar la libertad. Además, sus vindicaciones sobre la “suavidad” y “dulzura” de la esclavitud se comprenden dentro de esa parte de los escritos de Azara (y de tantos ilustrados españoles) que tratan de refutar la leyenda negra sobre España en América. Por último, con este tipo de juicios se está adhiriendo a una autoconciencia de grupo que tiene consecuencias en el imaginario de los españoles sobre sus esclavos. Nos detendremos en esta última cuestión más adelante.

Cabe preguntarse, por tanto, acerca de las presuntas “suavidades” del sistema. Para empezar, las condiciones de vida en las plantaciones y en el medio rural en general eran mucho peores que en las ciudades, tanto por la mayor capacidad de control sobre los eslavos por parte de los amos como por las dificultades de regular legalmente ciertos comportamientos abusivos.

También era cuestionable la aplicación de una ley que permitía, por ejemplo, que un esclavo denunciase a su amo por malos tratos, pero que muchas veces se aplicaba con dureza ejemplar contra los afrodescendientes (Jouve 2005: 102–105). Es verdad que, algunos hicieron fortuna como terratenientes o destacaron como médicos (Andrés-Gallego 2005: 126–128; cf. Jouve Martín 2011). En Caracas y Lima, desde la segunda mitad del siglo XVIII, la mayoría del gremio médico pertenecía a grupos como los pardos, mulatos, negros, etc. (Bernand 2011: 143–144). Dentro de ciertos márgenes, el antiguo esclavo podía abandonar su estado e, incluso, ascender socialmente. No era extraño que tuvieran ellos mismo esclavos propios en cuanto conseguían el estatuto de libertad, aunque apenas poseyesen otros bienes.2 Sin embargo, la inmensa mayoría no abandonó la miseria, ejerciendo las tareas más bajas y de menor cualificación. Tampoco se integraban completamente en el tejido social y cultural dominante. Por el contrario, como demuestran sus adaptaciones de las formas de la religión cristiana, el colectivo generó una producción cultural propia (Fernández Armesto 2004: 85–88).

A partir de este rápido esbozo histórico, podemos plantearnos ciertas representaciones de la alteridad en una producción literaria marcada por una heterogeneidad racial que, como señalamos al comienzo, superó desde el comienzo la dicotomía europeo/aborigen. El negro, como el indígena, participaba de su condición subalterna, pero, social y jurídicamente, comparecía frente a las élites criollas o peninsulares como un esclavo o un súbdito libre cuya integración en el engranaje social y político era de entrada más problemática.

En las páginas que siguen nos preguntaremos, a partir de dos textos de la literatura colonial peruana, cómo eran percibidos y representados los esclavos, o sus descendientes libres, en su integración como súbditos de la corona. Para ir arrojando un poco de luz sobre estas cuestiones, partiré de cómo podía percibirse desde las élites la posible autonomía de esta población que había sido históricamente obligada por la fuerza a trasladarse a otro continente y otra sociedad. Muy en particular, examinaré de qué modo ciertos elementos de la cultura letrada como las convenciones genéricas intervienen en la representación del afrodescendiente.

2 Armas antárticas: cimarrones y épica

Una forma de libertad mucho más radical que la prevista por la ley se realizaba saltándose las reglas del sistema colonial, esto es, mediante la huida de las plantaciones o de cualquier otro lugar de trabajo forzado. Se trataba del fenómeno del cimarronaje, ya que a aquellos que escapaban y llevaban una vida aparte de los núcleos esclavistas, se les denominaba cimarrones. Normalmente los cimarrones formaban sociedades alternativas en territorios inhóspitos como las selvas, o se dedicaban al bandidaje. De entrada fueron vistos como una seria amenaza a la paz interior y fueron perseguidos como criminales. Su existencia a lo largo de los siglos XVI a XVIII supuso un quebradero de cabeza para el sistema colonial. En ciertas ocasiones los fugitivos llegaban a formar estados independientes dentro del mismo imperio que desafiaban al poder colonial. Las autoridades se esforzaron en sofocar estos focos de resistencia a través de la violencia o, si no era posible, se vieron obligadas a negociar tratados de paz, en una línea semejante a lo que debieron hacer con poblaciones indígenas en las periferias del imperio (cf. Weber 2007). Fue el caso del reino cimarrón de Esmeraldas en el interior de la actual Colombia, que incluso se ganó el respeto de la corona española (Fernández Armesto 2004: 79), como se aprecia en testimonios iconográficos del rey de Esmeraldas con sus hijos ricamente ataviados. La literatura colonial no fue pródiga en la representación de los cimarrones. El poema épico Armas antárticas (1609) de Juan de Miramontes es una excepción, ya que trata el tema a partir de la alianza histórica entre los corsarios ingleses y los palenques (comunidades fortificadas) de los cimarrones en la Audiencia de Panamá durante la década de los 70 del siglo XVI.

Su autor, Juan de Miramontes, fue un soldado español que llegó a Perú en el último cuarto del siglo XVI, sirvió en diversas empresas coloniales y llegó a ser arcabucero de la guardia del Virrey, importante título que le permitió tener un importante estatus en Lima hacia 1607. Alrededor de 1609 había concluido Armas antárticas y para 1611 ya había fallecido. El manuscrito de su único poema viajó a España y fue conocido por eruditos españoles e hispanoamericanos, aunque no se editó por primera vez hasta 1921.3 El texto consta de 20 cantos de estructura heterogénea: al recuento histórico de la conquista española del Imperio inca siguen diversos episodios de la lucha de las autoridades del virreinato del Perú contra las amenazas corsarias procedentes de Gran Bretaña. En medio se intercala una historia idílica y amorosa de temática indígena. Pero, por encima de todo, el hilo conductor de Armas antárticas es la preservación de las fronteras del imperio en América del sur.

Mi interés se centrará en una de las partes más originales del poema, la que se ubica en los cantos IV, V, VII, IX y X. En estos cantos se narra (de forma interrumpida por los cantos VI y VIII) las batallas entre los corsarios ingleses de Juan Oxnán, con la ayuda del reino cimarrón de Bayano, contra las tropas españolas. Se trata de sucesos inspirados en acontecimientos protagonizados por el corsario John Oxenham, quien se alió con los cimarrones para depredar las costas panameñas del Pacífico entre 1576 y 1578 hasta que fue finalmente apresado.

La primera aparición de los cimarrones llega, pues, en el canto V, cuando los ingleses desembarcados en la costa de Panamá se encuentran con el guerrero Jalonga en el bosque. Este los conduce a la ciudad escondida donde gobierna el rey Luis de Mazambique, quien se deja persuadir por Oxnán para combatir juntos a los españoles. Los cimarrones confían en afianzar su libertad y enriquecerse a costa de sus antiguos señores gracias a su alianza con los ingleses. Sin embargo, la primera expedición de castigo desde Panamá, comandada por el capitán Ortega, les inflige una grave derrota destruyendo sus posiciones. Los aliados tienen que retirarse de allí, pero luego regresan y reconstruyen la fortaleza. Sin embargo, otra expedición, esta vez desde Lima, va en su busca. Por el camino los españoles encuentran a un cimarrón, Biafara, que ha decidido desertar de su bando, resentido a causa del rapto de su amante, Marta, por parte de un corsario inglés. Biafara conduce a los españoles hasta una avanzadilla de ingleses. Estos últimos son aniquilados y el propio cimarrón consuma su venganza en el culpable. Después los españoles atacan la fortaleza y la someten. El rey Luis de Mazambique huye por el río a nado. Se rinde el capitán inglés, Oxnán, y los españoles regresan victoriosos a su base. En el canto XI la acción, esencialmente discontinua, sigue con otros episodios separados en el tiempo y el espacio.

Algún crítico ha sentido cierta perplejidad ante la visión positiva de los negros en el poema, ya que estos tienen “una beligerancia sorprendente dados los prejuicios y valores de la época” (Miró 1999: 13). En realidad, si se tienen en cuenta las convenciones del discurso que maneja Miramontes, quizá no debiera sorprendernos tanto. El género épico, desde la Ilíada y la Eneida, se caracteriza por un enaltecimiento del enemigo. Este proceso forma parte del genus sublime, como toda la materia tratada en el poema, desde el registro utilizado en los parlamentos hasta las descripciones de los espacios. Virgilio, modelo fundamental de los poetas épicos del Renacimiento y Barroco europeos, exalta el valor y las cualidades guerreras de los latinos frente a los troyanos de Eneas. Alonso de Ercilla pondera el poder y la nobleza de los araucanos, en su famoso prólogo, ya que “son pocos los que con tan gran constancia y firmeza han defendido su tierra contra tan fieros enemigos como son los españoles” (Ercilla 2011: 71–72).4 En la épica las virtudes del rival honran al vencedor.

Además, como señala Paul Firbas (1996: 95–97), la imagen de los cimarrones en Armas antárticas se explica por la tensión entre dos formulaciones distintas del negro que coexisten en la época. De un lado, la visión contemporánea del esclavo fugitivo por parte de las autoridades españolas; de otro, una genealogía mítica que se remonta a Etiopía y evoca al reino cristiano del Preste Juan. La relación de la épica clásica con Etiopía, por otra parte, se localiza nada menos que en la Ilíada, en donde Memnón, el rey de Etiopía, es sobrino de Príamo, rey de Troya (Segas 2017: 243). Mundo africano y mitología griega se dan la mano a través de este tipo de vínculos intertextuales. El cimarrón Jalonga, en su primer encuentro con los ingleses (y con el lector) aclara el linaje prestigioso de su gente: a partir de la unión del dios Apolo y Andrómeda habría nacido Senapo, el legendario emperador de Etiopía, fundador de la nación de la cual proceden los esclavos fugitivos. Según McCloskey (2011: 262–265), estos precedentes idealizados de los cimarrones supondrían un “blanqueamiento” imaginario de su origen. Tanto el dios solar Apolo como la hermosa princesa Andrómeda se representaban ante el lector contemporáneo desde los cánones de belleza europea, es decir, como individuos admirados estéticamente por la extrema palidez de su piel. La conjunción de alusiones épicas y mitológicas legitima la presencia de los cimarrones en el poema, ya que los introduce en el ámbito del mito occidental, de la misma forma que Eneas, por ejemplo, constituye el enlace prestigioso de Roma con una leyenda remota de desposesión y peregrinaje. Estas sugerencias subyacen a la narración de la llegada a América y a la rebelión contra los españoles del esclavo Bayano, también contada por Jalonga. De hecho, el desafío de Bayano y su continuador Mazambique permitiría exponer “la situación histórica del presente como una búsqueda legitima por recobrar su esplendor perdido” (Firbas 1996: 97). En definitiva, si en Apolo y Andrómeda descansa la explicación del linaje de Jalonga y los suyos, entonces los enemigos pasan a transformarse de esclavos fugitivos en dignos rivales cuya derrota ennoblece a los victoriosos españoles (McCloskey 2011: 274).

Lo etiópico, por tanto, una y otra vez repetido para referirse a los cimarrones, sublima la imagen del esclavo rebelde y la conecta con un pasado honorable que se halla en los textos fundantes de la cultura letrada. Aunque haya ocasionales referencias al pueblo “bruto”, “rústico” o “bárbaro” de los cimarrones, la representación del afrodescendiente se organiza a partir de una tradición mítica y las convenciones del género épico. Sus conductas reproducen con una lógica algo mecánica las de los héroes de la epopeya culta: agasajan a los ingleses recién llegados con banquetes y música; se embriagan durante el convite; entablan una discusión acerca de la conveniencia de tomar las armas; en la discusión los más prudentes son los ancianos; antes de partir al combate, consultan a los astros, etc. (Miramontes 2006: 281–285). En cierta forma, la presentación de estos antagonistas confluye con la que se despliega con los araucanos en el poema de Ercilla y en todo el ciclo épico de la guerra de Arauco (cf. Huidobro). La tradición clásica occidental valida, desde la óptica del poeta y sus lectores, la superioridad de la materia tratada.

Ahora bien, al mismo tiempo no se pierde de vista que quien protagoniza todos estos elementos tópicos, es un enemigo, infiel por demás señas. De ahí que tengan hechiceros que profetizan erradamente, por falta de ciencia y a causa de su proximidad con las fuerzas del Mal:

No porque son astrólogos tan sabios
que sepan tomar cuenta a los planetas
con ballestas, cuadrantes y astrolabios,
de aspectos, conjunciones, linias rectas
que solo su saber está en los labios
y allá en las cuevas hórridas, secretas:
con la supresticiosa voz enorme
apremian al demonio los informe.
(Miramontes 2006: 278–279)

Esta visión de la profecía diabólica se remonta al episodio de la bruja Ericto en la Farsalia de Lucano, que, a su vez, conoce distintas reelaboraciones en la épica hispánica de Lope de Vega y la Dragontea, Juan Rufo y la Austriada, Antonio Saavedra Guzmán y El peregrino indiano, etc. (cf. Marrero Fente 2018). En todas ellas el pagano, el infiel o el hereje consulta a los hados (al demonio, en realidad) y este les engaña pronosticando una victoria contra el imperio español. Los cimarrones, aunque ennoblecidos, siguen siendo el enemigo pagano que ha hecho una alianza con el demonio, un aspecto ideológico sustantivo de la épica colonial (cf. Cañizares-Esguerra 2008). La providencia divina, en cambio, está con los españoles que vencen de forma contundente. La huida vergonzosa del rey Mazambique, que escapa por el río abandonando a sus aliados ingleses, realza la victoria y expone, en cambio, algunos flancos débiles en la idealización épica del negro:

El etïope rey del pueblo bruto,
como vio del inglés la acerba suerte,
el puesto que le había encomendado
deja y se arroja por el río a nado.
(Miramontes 2006: 412)

Esta es la última imagen de los cimarrones en el poema: su líder escapando como puede. Además de recordar algunas imágenes prejuiciosas contemporáneas, los versos inciden en la antítesis que define al negro: “etíope/bruto”. Aunque está documentada la destrucción del campamento cimarrón de la zona de Bayano (cf. Tardieu 2009), más adelante el poema omite algunos sucesos históricos posteriores, tales como las negociaciones de paz entre el rey Mazambique y los españoles que concluyeron en el compromiso de los cimarrones de no apoyar las posibles incursiones inglesas en el futuro a cambio de que se les respetara su modo de vida en libertad.5 Estos silencios no son inocentes. El soldado Miramontes oculta ante su lector de Lima o de Madrid una serie de negociaciones que son poco belicosas y sí mucho más pragmáticas. La necesidad de transigir con la presencia del esclavo y sus prerrogativas se esconde en el poema épico, pero será, como enseguida veremos, materia fundamental de un género opuesto, el satírico.

3 Fray Francisco del Castillo, “El Ciego de la Merced”: el miedo a la mezcla

El segundo de los autores que examinaré es Fray Francisco del Castillo, más conocido con el apodo de El Ciego de la Merced (Lima, 1716–1770). Según parece, quedó ciego, o casi ciego, de niño. Al quedar huérfano de padres también a muy temprana edad, sus tíos lo destinaron a educarse con los frailes mercedarios, en cuya orden ingresó como novicio en 1734.6 Como autor literario, se le recuerda por un puñado de obras de teatro y más de un centenar de poesías, la mayor parte de tipo festivo y satírico. Pese a su interés, su poesía no ha recibido todavía el interés crítico que merece.7

Una lectura de las composiciones satíricas de Castillo ofrece una mirada amplia y, al mismo tiempo, interesada ideológicamente, de la Lima de la segunda mitad del siglo XVIII. Sus muchos romances hacen hablar, sobre todo, a personajes procedentes de las castas inferiores, negros, mulatos, zambos, indios. Algún crítico ha señalado que “a través de su discurso presenta elementos marginales de la sociedad limeña, como la corrupción administrativa, el caos urbano, la prostitución, los problemas raciales, la incapacidad profesional u otros problemas más, que hacen que su obra se convierta en un discurso alternativo a los mostrados por el discurso oficial” (Vásquez Salomé 2000: 120–121). Me temo que este tipo de juicios tiende a actualizar nuestra percepción de los portavoces de sociedades heterogéneas de antaño, como la limeña del siglo XVIII, pero ignora la complejidad de los planteamientos que entonces se podían dar. ¿Cuál era el “discurso oficial”, por otro lado? ¿Aquel que establecía una tajante y natural división entre élites y subalternos, sin que se debiera franquear las barreras del sistema de explotación colonial? Esta era, ciertamente, una idea sólidamente establecida y tenía poderosos intereses entre las clases altas de la ciudad. Pero la homogeneidad de este discurso es cuestionable, ya que se enfrentó a otras opiniones procedentes de las élites, como enseguida veremos en ciertas composiciones de Francisco del Castillo que reflejan esos debates. En la segunda mitad del siglo XVIII es un hecho que la administración suaviza la rigidez del sistema de castas y que las autoridades metropolitanas buscan, mediante nuevos códigos legales, el ascenso y la integración del negro en la sociedad colonial. De esta forma, todo apunta a que, como ha estudiado Andrews (2007: 96), la Corona “buscaba neutralizar el poder criollo construyendo alianzas con sectores previamente excluidos”. Aunque la inmensa mayoría de los núcleos afrodescendientes vivieron en la pobreza y el analfabetismo, algunos consiguieron ascender e incluso acceder a los saberes letrados, como los médicos mulatos de la ciudad de Lima (cf. Jouve Martín 2005).

Cierta poesía de Castillo se debe entender en relación, por un lado, con las discusiones entre la circulación de las ideas ilustradas y las disposiciones oficiales; y, por otro, con la mentalidad asentada entre los criollos de Lima. Para estos, el mestizaje “solo podría ser bien visto si involucraba a las élites criollas e indígenas […] En cambio, el mestizaje vulgar se consideraba una amenaza a la existencia de sistemas de gobierno jerárquicamente idealizados” (Cañizares-Esguerra 2007: 366). Francisco del Castillo vivió en una ciudad multiétnica, en la que esclavos y libres se movían en las mismas casas y frecuentaban los mismos espacios públicos. Seguramente era muy consciente del papel privilegiado que tenía por su nacimiento. Sabemos que él mismo tuvo a su cargo seis esclavos y muy probablemente alguno de ellos fuera su lazarillo, lo que no deja de ser paradójico al pertenecer a una orden religiosa, la de los mercedarios, cuyo origen histórico estaba en la liberación de los esclavos cristianos del Mediterráneo. Por otra parte, el Ciego de la Merced no solo asistió a un espectáculo cotidiano donde los negros, mulatos y pardos (categoría general que incluye distintas mezclas) formaban una parte sustancial de la población, sino que pudo ver cómo esta gente, desde su perspectiva, se convertían en una preocupación para el buen orden de la ciudad. En sus composiciones, normalmente de tono humorístico, el habla de la gente modesta (no sólo negros, sino también indios, zambos, mestizos o criollos empobrecidos) se sublima y pretende mostrar la visión del español o del criollo acomodados, la clase a la que pertenecía Castillo y, sobre todo, la que constituía el público receptor de sus poemas.

En este sentido, es interesante la lectura del Romance 5º que pone en conversación a un alcalde indio, Nicolás Quispe, con un mayordomo negro, Miguel Torres. El primero, montado en una mula flaca y llevando un mal avío, se queja ante el segundo del mal trato que recibe de los españoles: “Pues después de cincuenta años,/ entre españoles viviendo,/ le han pagado estos tan mal,/ que tiene a su nombre miedo” (Castillo 1996: 952). La respuesta que el negro Miguel da a su compadre indio resulta un tanto cínica. Los negros, le dice, reciben mejor trato porque son complacientes y alegres con sus amos, de modo que, en realidad, “aun cuando esclavos nos vemos,/ y nuestro color al blanco,/ diametralmente es opuesto/ no sólo somos tratados / sin rigor, mas somos dueños/ de haciendas y confianzas / y aun de su honor tesoreros” (Castillo 1996: 960). Más aún, su suerte es tal, que el negro Miguel asegura que va a casar con “una blanca/ que se acunó en un convento” (Castillo 1996: 961). Al final los dos personajes se separan: el negro montado en un bello alazán, y el indio, triste y desamparado con su borrico8.

A fin de leer con una mejor comprensión del problema tratado conviene tener en cuenta su contexto. Indios y negros no eran conceptuados igual en el Virreinato por la clase dominante, y este poema da fe de ello. Las relaciones interétnicas distaban de ser armónicas.9 Los primeros contaban con una histórica protección legal, al menos sobre el papel, de la que carecían los segundos. Al proponer una visión cínica del negro frente al indio en relación con los poderosos, el poeta alerta del trato presuntamente desigual que tienen unos y otros en la realidad. Los indios deberían ser protegidos por ley, mientras que los negros eran reconocidos como esclavos o libertos de muy baja condición. Pero, al mismo tiempo, éstos últimos solían emplearse de esclavos domésticos y tenían, sin duda, una mayor proximidad a la vida cotidiana del criollo o el peninsular. Por otra parte, la casta indígena era minoritaria en Lima frente a negros, mulatos, zambos, etc. Respecto a la incorporación del mestizaje en el grupo de los negros, recordemos las palabras del Ciego: “Es mejor ser perro puro/ que mezcla de gato y perro”.

A cambio, el esclavo negro tenía una familiaridad con el mundo del criollo o el peninsular que no tenía el indio. Si servía en una casa, enseguida encontraba mayor facilidad para recorrer calles, plazas y mercados para comprar algún encargo. Podía trabajar o frecuentar tiendas y pulperías, en donde se le reclutaría para ser dependiente o ayudante del amo. El negro que trabajaba en la ciudad, paradójicamente, tenía ciertos “ámbitos de libertad”, ya que encontraba más flexibilidad para circular sin control por las calles, mezclarse con el medio y no distinguirse demasiado, en definitiva, de la vida de los estratos pobres pero libres de la capital (Andrés-Gallego 2005: 94–101). El indio, en cambio, muchas veces no formaba parte del entorno limeño. En el poema el indio es alcalde de alguna comunidad rural. Desde la óptica del poeta, no es fuente de inquietud frente al estado de cosas en la ciudad. Así, la mayor felicidad de uno y la desgracia de otro ponen de relieve una crítica a un estado de cosas que no se ajusta con lo que “debiera ser” el orden virreinal. Naturalmente esta interpretación, lejos de ser un indicio de subversiva, no hace sino reclamar todo lo contrario: una mayor atención en el lector para que se cumplan las disposiciones del orden vigente: es peligroso tratar al negro “demasiado” bien, darle demasiadas “libertades”. El máximo peligro, por tanto, desde el punto de vista del lector criollo de Castillo, reside en la integración en la sociedad colonial a través del mestizaje. El negro Miguel anuncia que se va a casar con una española nacida en un convento, es decir, una mujer expósita. Aunque la extracción de la novia no sea muy alta, ello implica un aumento previsible en la reproducción de individuos que no son tolerables, y más aún, a los que es peligroso dejar en libertad ya que son naturalmente inclinados al vicio.

Esta argumentación es semejante a la que se lee en el Romance 6º, “Declamación de un Filósofo contra la esclavitud perpetua de los negros, celoso de la libertad; y respuesta de un mulato arpista, en abono de la esclavitud”. Como el propio título declara, el romance vuelve a la estructura dialógica, al igual que en los anteriores, y contrasta dos pareceres: uno ingenuo y descaminado; y otro, pragmático y “verdadero”. El Filósofo, un arquetipo del ideario ilustrado de la época, comienza tomando la palabra y denunciando la ruindad moral de la esclavitud, que socava, “la Libertad, alhaja/ en que Dios todas sus dichas/ dejó al hombre vinculadas” (Castillo 1996: 962). Los argumentos de este personaje se sostienen sobre la injusticia de la compra venta de personas y el trato cruel que se inflige a los africanos durante toda su vida. Pero su discurso libertario se contradice con la presentación física del personaje (flaco, pálido, rabioso) y la pedantería con que enhebra “mil pasajes de historia,/ ya divina, ya profana” (Castillo 1996: 963). En cuanto acaba su discurso, la voz del narrador lo desacredita por considerarlo abstracto y alejado de la realidad: “Desdichado para el mundo/ si acaso lo gobernaran/ los que en lugares comunes/ de textos forman sus causas/ […] cuando es de tanta importancia/ conocer en cada hombre la naturaleza humana” (Castillo 1996: 965). Y para terminar de eliminar toda auctoritas a quienes pretenden la supresión de la trata, toma la palabra un mulato, quien de inmediato refuta las razones del ilustrado. Puede resultar sorprendente que Castillo elija a un subalterno para consolidar sus argumentos esclavistas, pero quizá no fuera tan inverosímil. Como ya vimos, entre los propios afrodescendientes la esclavitud formaba parte de las prácticas admisibles, entre otras razones porque ya existía dentro de la propia África. Por otra parte, el inesperado portavoz de Castillo es arpista y mulato, es decir, algo más “blanqueado”. Es posible interpretar su situación como la de alguien que utiliza en su favor estrategias de posicionamiento social dentro del sistema colonial. La apropiación de la cultura letrada criolla (en la que la esclavitud estaba fuera de todo cuestionamiento) forma parte de este sujeto que no duda en arremeter contra quienes se hermanan con él por la mitad de su origen, pero de quienes reniega en virtud de su mayor blanqueamiento. De ahí emanan argumentos tan peregrinos como que la esclavitud beneficie a la colectividad, dice, aunque perjudique a los individuos:

Y si tal o cual individuo
tocar suele esta desgracia,
como no es universal,
no a toda la especie daña.
Antes, hecha bien la cuenta,
sale con muchas ventajas,
desde que a América sirve,
la África recompensada.
(Castillo 1996: 968)

Las ventajas se resumen en la posibilidad de robar a los amos en sus propias casas, de manera que, en realidad “esta canalla/por metamorfosis rara/ domina y no es dominada” (Castillo 1996: 969). Siempre, por tanto, alienta el miedo a la desposesión y la igualación de las castas. Las mulatas, por ejemplo, alardean de signos externos como joyas y ropas impropias de su condición, una conducta que fue varias veces formalmente prohibida por las autoridades pero que no se pudo impedir de facto (Walker 2017: 33–37). Los versos de Castillo, en boca de su arpista mulato, denigran esta costumbre de mulatas que pueden ascender socialmente con más facilidad que los hombres gracias a la atracción que ejercen en los varones criollos. “Estas mulatas son siempre/ árbitras de las alhajas/ para congresos y fiestas, que con el modo profanan:/ de vajillas, ropas, muebles,/ ellas disponen osadas” (Castillo 1996: 969). La costumbre satirizada por Castillo va más allá de la admonición contra la pura vanitas y enlaza con los miedos de su casta. Si los propios maridos o amantes españoles se preocupan en embellecer a sus mujeres o amantes mulatas, son ellos los que se someten a sus queridas, provocando un indeseable desorden social. El problema está en que se anule la alteridad radical que separa de un lado a afrodescendientes y a blancos por otro. Por eso, la conclusión del romance es netamente conservadora: la jerarquía debería mantenerse para felicidad de todos y, si se trata de distinguir entre las capas de los subalternos afrodescendientes, es mejor no hacerlo, pues peligra la paz social. El poema acaba en medio de vítores a una situación dichosa mientras los subalternos persistan en su condición: “Y así, mientras voy tocando,/ den vítores y alabanzas/ tanto a las esclavas libres/ como a las libres esclavas” (Castillo 1996: 970). El oxímoron final encubre con aparente inocencia una cínica constatación. Las esclavas, en realidad, son libres porque someten a sus amos con sus caprichos; y las libres son esclavas del capricho erótico de sus señores. En realidad, con ese toque de galantería lo que se está exponiendo es la igualación de unas con otras. Desde la mirada del poder, la homogeneidad entre las mujeres garantiza que no pretendan encumbrarse demasiado.

Las mujeres también protagonizan el Romance 4º, “Conversación de unas negras en la calle de los Borricos”. De nuevo vuelven a ser miembros de las castas afrodescendientes quienes toman la palabra para denunciar sus propias prácticas. De nuevo se apropian, por tanto, del sistema de valores hegemónico y, por cierto, de la cultura letrada que lo sustenta. Las tres negras que conversan sobre la mala y peligrosa vida que hace el vecindario en los estrechos callejones de Lima, apelan a Venus, las Parcas, Marte, etc. Alguna vez incluso sugieren el nombre maestro de Quevedo, cuando definen los callejones como “zahurdas de Plutón”. Estas menciones, así como el registro culto del que hacen gala, sin duda apuntan a la voz auctorial, quien aprovecha para satirizar la corrupción de la casta inferior y hacer la correspondiente denuncia a las autoridades: “Con este temor me hallo/ de un asombro poseída/ y es que de estos callejones/ no se cierren de justicia” (Castillo 1996: 938).

Según parece, a mediados del siglo XVIII, Lima se volvió una ciudad peligrosa, sobre todo a partir del devastador terremoto de 1746 que arrasó gran parte de la ciudad (Bernand 2011: 102–103). Las gentes que habían perdido sus casas en los arrabales se instalaron en el centro. Aumentaron los saqueos de casas y se consideró arriesgado cruzar el Rímac o atravesar ciertos barrios. Los callejones habitados por negros, a los que hace referencia el poema, adquirieron muy mala fama. Los delitos que allí se cometen, sobre todo, hacen referencia a los hurtos y a la prostitución. La lascivia sería el móvil habitual de estas mujeres pero conviene saber que, junto a la denuncia de este mal, hay otra advertencia no menos inquietante: la posibilidad de que, a través del comercio corporal, exista una proximidad física y simbólica entre los subalternos y sus amos.

Esta mezcla de cuerpos y castas se hace patente en el romance 8º (“Conversación y disputa de tío Juancho, gran cochero, con Dominguillo, el enano, carretero antiguo, tratando de las mayores utilidades que reportan los cocheros o carretoneros en la Plaza Firme de Toros de la ciudad”). El Tío Juancho, presumiblemente negro, como solían ser los cocheros de Lima de entonces, defiende la calidad del transporte en carroza, o coche de caballos, puesto que, dentro de sus amplios carruajes, pueden los amos tener a sus amantes: “dos mil zambas/ tres mil prietas/ habitantes de Nigricia”. Tan oscuro es el habitáculo que el color en los vidrios/ hace que en la luz se impida" (Castillo 1996: 987). El resultado inevitable es que los españoles, al mezclarse con negras y zambas, enferman de sífilis, o sea, el mal francés, y los cocheros ganan una gran cantidad de dinero por sus servicios. Más todavía: la esposa negra de tío Juancho puede lucir vestidos de seda, signo evidente de su progreso social e igualación con el estatus de los españoles y criollos. A su vez, el enano Dominguillo defiende las carretas, o carretones, donde se apiñan “cuantas gentes del bronce/ cholas, mulatas y chinas […]/ sapos, serpientes, culebras/ raposas, monos y arpías” (Castillo 1996: 989). La masa animalizada y mezclada de castas inferiores tiene ingresos suficientes para pagar con creces al propietario de la carreta, ya que la mayoría trabaja en el negocio floreciente de la prostitución… Así, tanto los vehículos de la élite (los coches) y de los inferiores (los carretones) se convierten en el instrumento para revolver jerarquías en un espectáculo público por excelencia, las corridas de toros. La lujuria, vicio inherente a las mujeres afrodescendientes, triunfa en un medio taurino del que emanan chistes (fiestas de San Cornelio, cuernos de los siglos, etc.) y que sirve para burlar a las clases dominantes.

4 Conclusiones

La imitación del habla de los negros fue habitual en el Siglo de Oro. Lope de Vega, Sor Juana Inés de la Cruz y Góngora, por citar los casos más célebres, parodiaron los modos de decir de la minoría con fines lúdicos y festivos. Los negros se convertían así en personajes cómicos, alejados de cualquier problematización. En los textos que hemos visto aquí, por el contrario, se emplean otras estrategias al incorporar a la población cimarrona o esclava al lenguaje de la ciudad letrada.

En Miramontes los negros constituyen un estado aparte y, si bien son derrotados, no conviven junto a los españoles. Más aún, en otros episodios bélicos en los que la participación de los soldados afrodescendientes junto a los criollos está documentada, Armas antárticas guarda silencio sobre el asunto (Mazzotti 2016: 209). Ello se debe, sin duda, al carácter antagonista del sistema colonial que les otorga el autor en el poema. Hace falta, no obstante, que se opere sobre ellos un proceso de mistificación épica. Los cimarrones de Armas antárticas no se distinguen de los españoles en su lenguaje porque el género épico reclama una convención uniforme en este punto. Su idealización se explica desde una tradición mítica que no solo los enaltece a ellos, sino a sus vencedores, los españoles.

Pudiera pensarse, en consecuencia, que esta relativa igualación entre los combatientes también afecta a los enemigos. La representación de los antagonistas (ingleses y cimarrones) habría anulado diferencias entre unos y otros. Pero, en realidad, lo que sucede es que los cimarrones se transforman de acuerdo con los cánones valorativos del mundo épico hispano que coinciden con los de la Europa occidental del siglo XVI. Cuando Oxnán se encuentra con Jalonga en el bosque, le regala una rica indumentaria a la europea y le encarga que le entregue una lujosa armadura para su rey Luis de Mazambique. El cimarrón enseguida se deja vestir por el inglés, quien lo transforma en un apuesto caballero a la moda occidental:

Con término halagüeño y comedido,
luego que Oxnán oyó la arenga, trata
al ethïope dándole un vestido
suyo, galán, costoso, de escarlata.
Ciñole un fino estoque guarnecido
con sus tiros bordados de oro y plata
y púsole un sombrero pespuntado
de plumas y medallas aderezado.
(Miramontes 2006: 269)

Este episodio de gran riqueza polisémica no solo se explica por la política de regalos que los europeos utilizaban para ganarse la alianza de las poblaciones amerindias o cimarronas (cf. Weber 2007). Es cierto que, al regalar ricos vestidos al cimarrón, el corsario introduce un elemento subversivo desde la sensibilidad esclavista de la época. Pero, además, Miramontes expone una elevación que, desde la mirada occidental, se fija sobre el individuo vinculado a civilizaciones bárbaras o inferiores. En Armas antárticas el negro se idealiza en función de las proyecciones cultistas del poeta épico. Como apunta Lise Segas:

En la épica, el otro no se considera en sí, no se entiende la alteridad como algo que tiene un valor en sí, sino como valedora de otros: en la literatura hispanoamericana colonial se inventa al cimarrón, como se inventa al corsario, para plantear problemas, revelar crisis relativas al mundo español y colonial al que pertenece el poeta épico, desde su lugar de enunciación y su punto de vista.
(Segas 2017: 258)

De ahí que no solo se esté reelaborando la otredad del esclavo fugitivo, menoscabando las historias de sufrimiento padecidas bajo el yugo español. La estilización de los cimarrones implica la constatación de un reducto de resistencia en los márgenes del Virreinato y la posibilidad de que este haga alianzas con enemigos exteriores. Esto es, aunque la victoria sea de los españoles, el poema se ve empujado, por así decir, a reconstruir la imagen en principio negativa de los negros y diseñar una genealogía extraída de lecturas occidentales acerca de África. Solo así, paradójicamente, la victoria tiene valor y puede ofrecer una exaltación de los vencedores.

Además, el poema de Miramontes se escribe en un momento en el que las autoridades coloniales ya han ensayado a un consenso pacífico con los palenques de negros, sobre todo después de que los cimarrones ayudaran a derrotar a Drake en su última incursión, cantada por Lope de Vega en La Dragontea.. Este modus vivendi, sin embargo, no impidió que surgieran nuevos focos de cimarronaje a comienzos del siglo XVII, es decir, en el tiempo de escritura del poema. Nuevos contingentes de soldados fueron enviados para sofocar las rebeliones entre 1602 y 1607 (Tardieu 2009; 238–240). En este contexto es más que probable que Miramontes elija interesadamente narrar un tiempo anterior en el que los españoles derrotan a los negros, que son pintados como colaboracionistas de los piratas herejes. Ignora, en cambio la política de negociaciones que se produjo después de la derrota de Oxenham, cuando desde la metrópoli se admitió que era necesario transigir con la existencia de los palenques de cimarrones, y evitar mediante el diálogo que estos se aliasen con los corsarios (Tardieu 2009: 184–195). El rey Luis de Mazambique, quien en Armas antárticas acaba escapando a nado por el río, fue nombrado gobernador vitalicio en 1579 de una población fundada por los españoles y solo para cimarrones, Santiago del Príncipe (Tardieu 2009: 195).

Sobre el proceso de transformación del negro en Armas antárticas hay un punto que no hemos considerado, pero que ahora conviene hacerlo. Me refiero al caso del único personaje femenino de la población de los cimarrones: Marta, la enamorada de Biafara. El género épico es ante todo masculino, pero sobran ejemplos de mujeres guerreras en la tradición, desde Pentesilea, Camila, Marfisa, Bradamante, Clorinda, entre muchas otras. De hecho, Miramontes sigue a sus modelos cuando, de forma simétrica a Marta, presenta a la bella Estefanía, criolla raptada por Oxnán. A diferencia de la mujer negra que carece de voz y de energía, Estefanía sí dispone de espacio para hablar con elocuencia sobre sus padecimientos y ella misma toma la espada para vengarse de los ingleses en el asalto final al palenque cimarrón. Más aún: ella es quien personalmente rinde a su secuestrador inglés. Marta, en cambio, solo se expresa mediante las caricias al amado. Su lenguaje es el erótico-amoroso expresado con palabras desde la mirada del varón, en este caso, su amante Biafara.

Frente a la tradición épica colonial que tiende a la celebración de una Lima esplendorosa y blanqueada (cf. Mazzotti 2016), la poesía satírica ofrece otras representaciones menos ideales. Francisco del Castillo, por el contrario, no esconde a los negros junto a españoles y criollos, sino que se interna en la vida cotidiana de una ciudad interétnica de Lima donde la mezcla impera y escandaliza. La sátira atiende a la realidad inmediata para posicionarse y señalar lo que se considera denunciable. El ascenso de las castas populares es un motivo de inspiración desde diferentes modos, siempre a partir de la proximidad de unos con otros, lo que lleva, por ejemplo, a la adopción de los individuos menos favorecidos de los bienes de la cultura letrada. El Ciego de la Merced recoge temas de la tradición satírica hispánica desde Quevedo, como la burla contra los médicos, y la reactualiza a partir de la existencia de los médicos negros. Así, se ríe de “cierto Doctor Morcilla, de sangre de los enfermos”, cuya madre “quiso buscarle oficio/, en que fuese blanco el negro” (Castillo 1996: 914). El chiste de la morcilla imita otro de su maestro y antecesor en Lima, Juan del Valle y Caviedes, pero la agresión se vuelve mucho más racista, al explicitar la discordancia que existe entre un oficio letrado y la procedencia étnica del sujeto de las burlas.10

Este escenario de convivencia permanente de los subalternos con sus señores es motivo de chistes y burlas, pero también de ataque de una mezcolanza que el poeta ve con preocupación, e incluso con ansiedad, como se reconoce en el final del Romance 1º:

Me hallo bien con mi ceguera,
porque quien ve tales cosas,
aún más de cólera, ciega.
Y si había de tener vista
en una ciudad como esta
para ver de tal canalla
dominada a la nobleza,
mejor es no tener ojos
porque, cerrada la puerta,
no se perturbe la mente
con especies tan horrendas.
(Castillo 1996: 912)

El escenario que tanto desazona al poeta ciego es el de una Lima donde los siervos disponen de la vida de sus amos: los cocheros deciden parar el tráfico de los carruajes; las criadas levantan toda clase de chismes; las amantes contagian a sus amos y les sonsacan dinero. La estrechez física de los callejones donde habita la masa afrodescendiente simboliza una proximidad que amenaza el orden colonial dispuesto desde la fundación de la ciudad de los Reyes.

La argumentación de que las castas de origen africano se han apoderado de la libertad y las vidas de sus amos no es, por cierto, exclusiva del Ciego de la Merced, sino que recorre otros textos satíricos a lo largo del siglo XVIII. Así, sucede con el extenso poema Lima por dentro y fuera (1797) de Esteban Terralla y Landa. La obra se compone de una lista de recomendaciones a un viajero que tiene la arriesgada decisión de dejar la opulenta Ciudad de México, capital de Nueva España, para instalarse en la ciudad principal del virreinato del Perú. Como tal, en sus versos advierte al desprevenido de

que vas viendo por la calle
pocos blancos, muchos prietos,
siendo los prietos el blanco
de la estimación y el aprecio;
que los negros son los amos
y los blancos son los negros.
(Terralla 1978: 21)

Por supuesto estas opiniones son unidireccionales y parecen olvidar su contrapartida, a saber, que el estatus deseable en la Lima contemporánea era, de forma unánime, el del blanqueamiento. Señala Mazzotti que

Lo interesante de esta población no es, pues, su pureza racial, sino su afán por poseerla y por distinguirse en lo posible a través de ella, pese a la evidencia de las mezclas con castas y grupos que harían lograr su estatus diferencia.
(Mazzotti 2016: 335)

Aseguraban viajeros ilustres como Jorge Juan y Antonio de Ulloa, que incluso a los blancos pobres, “les basta ser blancos para sentirse felices y gozar de esta preferencia” (Juan y Ulloa 1748: 41). Si las jerarquías se hubieran invertido de forma tan nítida, no tendrían sentido testimonios como este y otros muchos de la misma especie. Las posiciones de los satíricos del siglo XVIII expresan los miedos de las castas superiores cuando ven cómo los subordinados apelan a diversas estrategias para ascender o sobrevivir dentro del medio. Al igual que hicieron los españoles, los negros, mulatos, indios o zambos apelaban a los tribunales con objeto de hacer valer sus derechos y denunciaban a los españoles y criollos por abusos. En ocasiones, ellos mismos llegaban a ser propietarios de esclavos procedentes de su misma etnia (Jouve Martin 2005: 143–147), un aspecto que la poesía satírica del Ciego de la Merced soslaya.

En resumidas cuentas: la proyección del sujeto en el otro nos dice mucho del propio sujeto y sus formas de estar y de entender el mundo. En el caso que nos ha ocupado, las representaciones de dos colectividades, los cimarrones del Istmo de Panamá y los afrodescendientes de Lima, hemos podido comprobar cómo las imágenes resultantes emanan del cruce entre ciertas convenciones literarias y el orden colonial. En el caso de Armas antárticas, los negros se transfiguran en héroes épicos, cuyo lenguaje, hábitos y organización militar se elevan hasta ponerse a la altura de los victoriosos españoles (por lo demás, también idealizados). Sin embargo, esta reconstrucción revela ciertas debilidades reales por parte del sujeto colonizador. Históricamente el dominio total sobre los territorios cimarrones no se concretó, sino que se consiguió un statu quo a base de negociaciones con las comunidades de esclavos fugitivos. Este aspecto se silencia en el poema.

A diferencia de la épica, en el terreno de la sátira limeña la representación del negro es absolutamente denigratoria, de acuerdo también con una tradición heredada en el propio mundo hispánico, cuyos antecedentes más evidentes son Francisco de Quevedo y Juan del Valle y Caviedes. Francisco del Castillo expone los miedos de las élites urbanas frente a la pujanza de la población afrodescendiente, ya sean esclavos o libres. Dejando a un lado los diversos procesos formales de animalización o cosificación que Castillo lleva a cabo imitando a sus maestros, me he centrado en su mensaje esclavista y alarmista, ya que señala una inversión monstruosa de las relaciones entre amos y subalternos. También aquí es posible reconstruir ciertos silencios y mostrar cómo la mirada del amo esconde absolutamente la realidad del otro.

Los textos épicos y satíricos que hemos repasado se enfrentan a la representación de los espacios de libertad que esclavos y libertos podían disponer dentro de la América española. En este sentido, no son condescendientes. Desde finales del siglo XVI, el cimarrón había elegido oponerse directamente al sistema esclavista formando comunidades independientes; en el ámbito urbano de Lima por otra parte, los afrodescendientes pronto se multiplicaron en número y, desde la perspectiva criolla, adquirieron un alto nivel de autonomía, negociando y aprovechándose de los mecanismos legales previstos por la ciudad letrada. Las perspectivas de Miramontes y del Ciego de la Merced, a pesar de sus diferencias, coinciden en expresar al negro en tanto que sujeto libre como un peligro para el modelo colonial, al mismo tiempo que olvidan la responsabilidad de este mismo modelo en el fenómeno de la esclavitud.

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Vásquez Salomé, F. (2000): Reflejo de la sociedad limeña del siglo XVIII en la poesía satírica de Fray Francisco del Castillo, el Ciego de la Merced. Tesis doctoral. University of Michigan Ann Arbor.

Walker, T. J. (2017): Exquisite Slaves. Race, Clothing, and Status in Colonial Lima. New York: Cambridge University Press.

Weber, D. J. (2007): Bárbaros. Los españoles y sus salvajes en la era de la Ilustración. Barcelona: Crítica.


  1. Las Casas, como se sabe, denuncia la institución de la encomienda por inhumana y propone para salvar a los indios, su reemplazo por africanos. Los juicios de los autores españoles del XVI contra la esclavitud no son unánimes. Hay quienes, como Molina y Avendaño, la condenan solo parcialmente y acaban por justificarla, y otros que la condenan sin paliativos como Francisco José de Jaca (Pena González 2013: 268–276).↩︎

  2. Sullón Barreto señala, por ejemplo, el caso de Miguel Serna, moreno libre que declara como únicos bienes unas pocas prendas de vestir y una mujer negra y tres hijos suyos (Sullón Barreto 2019: 98). Jouve Martín (2005: 43–44) aduce distintos ejemplos de indios que poseían esclavos negros, o de mulatos o negros libres que tenían otros esclavos, a su vez.↩︎

  3. La mejor edición es, sin duda, la realizada por Paul Firbas en 2006. En ella se exponen los elementos más destacados de la biografía de Miramontes que tenemos hasta hoy. Desde esta excelente edición han aparecido algunos estudios (cf. Mazzocchi 2016; Mazzotti 2016; Segas 2017, Navascués 2018, Choi 2019, etc.) que dan cuenta de un interés hasta ahora desconocido entre la crítica.↩︎

  4. Tampoco creo haya que sacar sugerencias acerca de una posible crítica autorial a la institución de la esclavitud, como ha hecho algún otro estudioso (Hidalgo Pérez 2018: 21–22), ya que quien dentro del texto se queja de ella es justamente el cimarrón Jalonga. Sería incoherente que quien ha escapado de la esclavitud, realice una alabanza de ella. Miramontes no tenía otra opción narrativa que justificar la posición de su personaje si quería mantenerlo como cimarrón.↩︎

  5. De hecho, los cimarrones apoyaron la defensa española en la última gran empresa de Francis Drake contra el poder colonial en América. La incursión concluyó con la muerte del famoso corsario inglés en Portobelo en 1596. Lope de Vega trata este episodio en La Dragontea (1598) y utiliza el personaje de Jalonga contra los corsarios, igual que Miramontes. Como ha demostrado Sánchez Jiménez (2007: 125–126), este personaje es histórico y combatió destacadamente contra los ingleses de Drake en su incursión de 1596.↩︎

  6. Para los datos biográficos, cf. Aparicio (1961) y Reverte Bernal (1985).↩︎

  7. Sobre su poesía, cf. Reverte (1995 y 2000), Navascués (2009) y Krieg (2020).↩︎

  8. Un análisis detenido de este poema en Navascués 2007: 316–320.↩︎

  9. A lo largo de los siglos XVI y XVII se registran, por ejemplo, numerosas denuncias por malos tratos de esclavos a los indios, con el permiso de los propios amos (cf. Tardieu 1990).↩︎

  10. Los versos de Valle y Caviedes que imita Castillo son estos: “El licenciado Morcilla/ y el bachiller Chimenea,/ catedrático de hollín/ graduado de Noruega”, etc. (Valle y Caviedes 2013: 302). Valle y Caviedes reactualiza el chiste de la morcilla, a su vez, a partir del poema “Boda de negros” de Quevedo. Sobre los médicos negros en Lima durante el siglo XVIII, cf. Jouve Martín 2011.↩︎