Verbum Analecta Neolatina XXII, 2021/1

©2021 PPKE BTK



1 Introducción

El estudio y las teorías de la alteridad han ocupado un lugar destacado en la reflexión de las últimas décadas sobre el fondo del surgimiento de nuevos tipos de xenofobia, más virulentas o más insidiosas, en un mundo que ha alcanzado cierta abundacia material y que está abocado a una mundialización de las prácticas de vida occidental. A principios de los años noventa, sobre el fondo de los cambios radicales en la configuración política del mundo, el psicoanalista Marc Guillaume en su diálogo con el filósofo Jean Baudrillard argumentaban la idea de que, de forma paradójica, en el mundo posmoderno la verdadera escasez la representa la alteridad. Al desaparecer el enfrentamiento simbólico, regulado por la religión, los ritos y los tabúes, la relación con el otro se vuelve difusa.1 Por su parte, Dany Robert Dufour señalaba una deserción similar de la alteridad en la actual etapa posmoderna, pero sus planteos se inscribían en una reflexión filosófica de mayor alcance: dado que el sujeto (sub-jectus) no tiene existencia por sí mismo, sino que la tiene mediante un Otro al que las sucesivas ontologías han nombrado de forma diferente (la Naturaleza, las Ideas, Dios, el Proletariado, la Raza, el ser etc.), resulta que la lucha por la autonomía de este Otro simbólico ha desembocado en una situación inédita, esto es la propia pérdida del punto de apoyo dado al sujeto para que sus discursos reposen en un fundamento. Según Dufour, la modernidad todavía tenía un Otro simbólico, aunque él era movedizo y siempre cuestionado a través de un ininterrumpido juego con referencias que competían e incluso entraban en conflicto; en cambio, en la posmodernidad los distintos Otros de la modernidad todavía existen, pero ninguno tiene el prestigio necesario para imponerse (2001: 9).

Los fenómenos como el pandillismo, el sectarismo, la adicción y la violencia más cruda (matanzas aparentemente gratuitas en las escuelas, en los clubes o en los espacios urbanos) se deben, dice Dufour, a la ausencia de un Otro fuerte, siendo estos fenómenos unos mecanismos de suplantar la pérdida bien por la delegación del sujeto en una persona colectiva (la pandilla o la secta), bien por la esclavitud consentida ante un objeto que no pertenece al orden del deseo sino al de la necesidad (la adicción), o por fin por la autoadjudicación de los signos de omnipotencia con respecto a los demás, lo que corresponde a una fantasmal identificación con el Otro ausente. Retengamos, para los fines de esta discusión, la observación de Dufour sobre el hecho de que “lo que llamamos educación nunca fue otra cosa que lo institucionalmente establecido con vista al tipo de sometimiento [al Otro] que se quiere inducir para producir sujetos” (2001: 8).

Las observaciones que siguen parten de una pregunta que todos los profesores de literatura nos hacemos cuando notamos que nos dirigimos a un público para el cual el concepto de “cultura general” se ha vuelto difuso y observamos un desapego cada vez más acusado con respecto a la lectura paciente y reflexiva: ¿en qué medida nuestro saber puede contribuir a crear unos ciudadanos más inteligentes y felices y una sociedad más buena? La pregunta que acabo de formular encubre otra, más particular: ¿nuestros alumnos estarán provistos de los utensilios capaces de pertrecharlos de un saber que inculque a otros (sus futuros alumnos / lectores / clientes) la fe en los beneficios de la cultura para el alcance de los objetivos de sus vidas? O sea, de forma más específica aún: ¿sirve leer libros buenos, ir al teatro, ver obras expuestas en museos y galerías, o esto es simplemente un pasatiempo elegido por un afán de distinción que, en una sociedad marcada por el utilitarismo a ultranza, no pasa de ser una idiosincrasia adiáfora, o sea ni buena ni mala desde el punto de vista ético?

Hay varios fenómenos que se pueden enumerar a fin ir desagregando estas cuestiones. Primero, no se trata ni de repetir las manidas loas a la cultura como portadora de las conquistas más altas del espíritu ni de lamentar el declive de las carreras de humanidades. Tampoco se trata de aceptar totalmente la concepción de Josefina Ludmer de que entramos en la etapa de la postautonomía de la literatura (2010: 151–158), porque esta no es todavía completa,2 pero sí de reflexionar sobre el hecho de que en la actual época de pragmatismo, relativismo y mercantilismo “aparecen nuevos modos de leer” (157) cuyos trazos merecen ser pensados. Lo que propongo pues aquí es reflexionar sobre las desigualdades culturales, que observamos en la práctica docente misma, donde el número elevado de alumnos que apenas son capaces de leer de forma crítica está compensado por la presencia de unos pocos lectores brillantes, y sobre el funcionamiento del espacio de la lectura y de la crítica en ausencia, como decía Dufour, de un Otro regulador.

En una primera instancia hablaremos de las aporías a las que llevaron las políticas de las décadas pasadas encaminadas a la democratización cultural, que si bien, por razones internas, fracasaron, no obstante siguen rondando como fantasmas en la práctica educativa, lo que obliga a mencionar el tema de los consumos culturales sociales y de las repercusiones que tienen las desigualdades sociales sobre las necesidades culturales. Nos referiremos luego a la compenetración del campo cultural con el del mercado así como a las crisis determinadas por la imposición del paradigma culturalista y deconstructivista en la crítica literaria, las cuales desembocan en igual medida en la confusión de un público que busca adquirir capital cultural a través del consumo de la “buena literatura”. Tras rozar tangencialmente el tema de la “utilidad” de la literatura, nos ocuparemos brevemente de la capacidad de Internet de producir una igualdad cultural real. Todas estas temáticas, abordadas con un asumido esquematismo en este espacio, se despliegan aquí para señalar la dificultad en la actualidad de distinguir entre las “buenas” y las “malas” obras, ya que tal jerarquización debe tener en cuenta, por un lado, la recepción por parte de un público desigual desde el punto de vista cultural y cada vez más diversificado; y, por otro lado, la producción, la cual está supeditada a las leyes del mercado así como a los juegos de poder en un campo literario que no se resigna a abandonar totalmente su autonomía. La novela Basura (2000) del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince nos ocupará al final de este texto por la reflexión que desencadena sobre el valor de la literatura y el estatuto del escritor en la actual etapa de pretendida “democratización” cultural y de agudización continua de las desigualdades de todo tipo, entre ellas culturales.

2 Contradicciones internas de los proyectos culturales igualitarios

El tema de la desigualdad cultural tiene sus cartas de nobleza en el proyecto civilizador de la Ilustración así como se transparenta en las utopías románticas sobre la educación estética de la humanidad o, de forma un poco ya más pragmática, en las ideas progresistas que sostienen, desde el siglo XIX, la necesidad de elevar, a través de la educación, el nivel cultural de las masas.3 Planteada en cambio en términos concretos, la desigualdad cultural surge como tema después de la Segunda Guerra Mundial cuando, en una etapa de gran desarrollo económico y social, en muchos países del Occidente europeo se llevan a cabo políticas de democratización cultural, partiendo de la premisa de que los bienes culturales no deben pertenecer solo a la élite, sino convertirse en una fuente de goce para la entera, o al menos para una mayor parte de la sociedad. En Francia, por ejemplo, el objetivo de “elevar el nivel cultural de la nación” (como decía Robert Brichet, alto funcionario en el servicio del Estado francés para la juventud y deporte en 1956) llevó a la creación del ministerio de asuntos culturales en 1959, donde, bajo la dirección de André Malraux, se estipulaba la necesidad de “rendre accessibles les œuvres capitales de l’humanité, et d’abord de la France, au plus grand nombre possible de Français” (Lahire 31). La meta la representaba la supresión de la desigualdad cultural que hacía que solo una élite (parisiense) disfrutara de los bienes de la “alta cultura”. Las investigaciones de Pierre Bourdieu, que ponen en entredicho una iniciativa por lo demás tan loable, al sacar a luz los mecanismos de reproducción de los gustos de clase y la engañifa de una política educativa y cultural democratizadora, no dejan de estar supeditadas a una perspectiva para la cual la igualdad cultural representa un fin deseable y una posible solución a las tensiones sociales presentes en la sociedad francesa de las décadas 1960–1980. No se trata de que el insigne sociólogo acepte estas políticas, sino de que sus planteos sociológicos se sitúen inevitablemente sobre el fondo de una orientación expresada ya en políticas concretas y no solo en unas ideas progresistas de raíz ilustrada y romántica.4

Un estudioso del tema de la desigualdad cultural, Modesto Gayo, observa que tanto en España como en Chile los objetivos expresos de los ministerios de cultura giran alrededor del mismo tema, o sea la necesidad de poner al alcance del mayor número posible de ciudadanos el patrimonio cultural, facilitando el acceso a las distintas formas de manifestaciones culturales (lectura, museos, teatros, cines, bibliotecas etc.) a fin de “crear un público, o más bien una variedad de públicos, para el conjunto multifacéticos de la producción cultural” (Gayo 2017: 69). Estas políticas, observa Gayo, se podrían resumir, en términos económicos, como “crear demanda para la oferta” (69), ya que las antiguas audiencias elitistas no bastan y el incremento de la producción necesita un “mercado” consumidor a su medida. No obstante, si sabemos, después de los trabajos revolucionarios de Bourdieu, que la posesión del capital cultural se basa en el criterio de distinción,5 por más respetable que fuese una política democratizadora en este campo, su puesta en práctica más bien complicará el problema en vez de resolverlo. Por un lado, si se trata de igualar en sentido de ofrecer apoyo estatal, por ejemplo a través de “bonos culturales”, para asegurar unos niveles de intensidad participativa a los diferentes tipos de manifestaciones culturales, eso no redundará necesariamente en una homogeneidad cultural, dada la variedad de los gustos en función del nivel económico, edad, nivel escolar, etc. Por otro lado, si igualar significa exponer a las mismos productos culturales todas las clases, independientemente de su capital cultural, “la orientación hacia la distinción de las clases altas será un obstáculo inherente a la búsqueda de igualdad” (71). No hay que engañarse pues: un ejercicio de clase sin exclusividad cultural que la distinguiera de otras hará menos atractiva y/o respetada la formación intelectual, filosófica o artística; peor aun, si el vínculo entre el capital cultural y el capital económico se trizase, el aliciente del primero corre el riesgo de perderse: “¿Para qué leer si no conduce al éxito?, ¿para qué ir a la ópera si es de cultivo popular? En definitiva, ¿para qué cuidar la cultura más allá del mínimo imprescindible para obtener las mejores calificaciones en el curso de mi educación, y sólo o casi únicamente allí?” (73).

Al fin y al cabo, no existe una solución única a este problema, porque el problema mismo presenta multitud de aristas a veces irreconciliables: las políticas democratizadores que se orientaron a expandir las bases sociales de los públicos tradicionales no fueron inútiles y las leyes del mercado jugaron un papel todavía más importante en la penetración social de la cultura, pero la masificación está lejos de borrar las desigualdades: “el paisaje social que nos ofrecen los estudios [sociológicos, sobre el consumo cultural] presenta realidades de gran desigualdad cultural, coexistiendo y entreverándose con otras inequidades económicas y sociales, como son las de ingreso, educación, vivienda, género, entre otras” (74).

Efectivamente, un estudio realizado por un equipo de sociólogos en tres capitales del Cono Sur –Buenos Aires, Montevideo y Santiago de Chile– muestra que, con respecto a la lectura, sigue siendo en los niveles socioeconómicos más altos donde más se lee (Gayo et al. 2011: 30), mientras que en los sectores medios y populares el gusto por la lectura depende en gran medida de la orientación recibida en la escuela, si bien la incorporación de la lectura en sus vidas varía y la orientación general va por los “libros de autoayuda, libros de tema místicos o lo entretenido y lo cómico que les caracteriza en otro tipo de consumo cultural –como la televisión– quizás como forma de aislarse del contexto árido de sus propias existencias” (31). De forma poco sorprendente, entre los jóvenes “las opciones literarias conviven con sus opciones audiovisuales y tecnológicas por lo que se ven ciertamente desplazadas para muchos y reducidas para otros” (36) y aquí también interviene el nivel socioeconómico y el desarrollo de sus estudios. Por fin, en cuanto a los sentidos asociados con la práctica de la lectura, es importante observar que

En general todos rescatan la lectura como una forma de expandir la imaginación, de aventurarse. Para aquellos que no pudieron prolongar sus estudios tiene un carácter formativo. Y para aquellos que no continuaron leyendo fuera del ámbito escolar la lectura de libros se tiñe de añoranza y recuerdos de un pasado lejano. (35)

Queda patente, pues, que por generosas que fueran las políticas de democratización cultural y por pujante que sea la masificación cultural promovida por el mercado, las desigualdades no se reducen y continuar por esta vía no lleva necesariamente a una un final feliz. Al contrario, según Gayo, ellas conducen a una “re-significación de las prácticas involucradas” (73), al crear nuevos tipo de disputas de las posiciones en el campo social y asimismo al reducir la atracción del capital cultural en la competencia con otros valores, como la utilidad práctica o la posesión de dinero. Hasta un mejor afianzamiento del terreno de investigación, el tema de la desigualdad cultural a lo mejor debería ponerse entre paréntesis, aunque cueste admitir tal actitud cuando el propio sistema educativo descansa, teóricamente, en él.

De hecho, ya desde 2000 una investigadora en el campo de la adquisición de la capacidad lectora, observando el abismo que se creaba desde las edades más tempranas entre los lectores “por placer” y los “iletrados” o “analfabetos funcionales”, hacía esta importante pregunta:

¿Los editores de las próximas décadas van a concentrarse en producir libros para el 20% de la población mundial? ¿Van a retomar la antigua tradición de la lectura elitista, contraria a la idea de la alfabetización necesaria para la democracia? ¿Podemos pedirles (quién puede pedirles) que contribuyan a la completud de sus productos, o sea a la producción de lectores? (Ferreira 2000: 5)

Más recientemente, precisamente un representante del gremio de los editores observaba un escollo más que se añadía a la “alfabetización democrática” mencionada por Ferreira, esto es la tendencia generalizada de abandonar la lectura tranquila y atenta, hecha por placer, a favor de la lectura rápida, pragmática o superficial, este fenómenos afectando de hecho incluso a los antiguos lectores de la élite referida en 2000 por Ferreira. El presidente del Gremio de Editores Españoles, con la ocasión de la presentación del Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de libros en 2017, refiriéndose a España, donde, no obstante, se regista un porcentaje de 65,8% de lectores, decía sin ambajes: “leemos más, un poco más, pero peor” (Plaza 2018). Claro, sin afán de denigrar el gremio editorial, esta observación hecha por un editor se debe leer con cautela, ya que es importante saber el número de libros de ficción que se publican (muchas veces autofinanciados por los autores) y ver qué oferta editorial se propone en un mundo capitalista donde nadie niega que la edición del libro es un negocio como otros. La compra de libros de evasión (chick-lit, rosa etc.) favorece a los editores, sin duda, aunque no favorece una mejor calidad de lectura.

Este es de hecho un problema global, que se refiere a la falta de coordinación de la oferta de libros con las políticas de fomento de la lectura reflexiva y sosegada, encaminada a cultivar en el sentido más profundo de esta palabra. Se asiste desde los años noventa a un enorme crecimiento del mercado de libros: para dar el ejemplo de España, que sin duda se puede generalizar, año tras año en este país se publican cada vez más libros6 y los títulos de literatura, que representan un pormedio de 21% de la producción anual (Panorámica 2016: 53), no dejan de acumularse a tal punto que el intento de seguir el fenómeno literario de la actualidad se vuelve una empresa cada vez más ardua, si no imposible. En efecto, esta enorme producción se dirige a un público que si bien, según el diagnóstico del editor mencionado arriba, parece crecer en términos cantitativos (sin duda por razones demográficas), no deja no obstante de diversificarse y, en su afán de adquirir capital cultural con el fin de seguir distinguiéndose de los otros, queda atrapado en unos serios dilemas a la hora de escoger el tipo de cultura que le permita distinguirse. La diferencia entre “buenos” y “malos” libros se difumina por la multitud de criterios que permiten la distinción. Desapareciendo la presuposición del valor universal, la cultura se disemina en microculturas y el campo cultural también se divide en multitud de microespacios simbólicos donde las luchas por ganar notoriedad y prestigio se vuelven casi irrisorias si están miradas desde el interior de otros (micro)campos sociales.

3 Criterio estético, criterio utilitario, criterio económico, criterio perdido

El problema planteado por Emilia Ferreira en 2000 se complica aún más cuando nos volvemos cada vez más conscientes de la conversión de la cultura en mercancía y cuando, por esta razón, los criterios de valor literario se cambian por los del éxito comercial, independientemente de si el libro de éxito es “bueno” o “malo” desde el punto de vista de una crítica literaria que se atiene a los valores humanistas universalistas. Si la literatura se convierte en producto comercial destinado a ofrecer un pasatiempo agradable, entrando pues en competencia con otras fuentes de esparcimiento (televisión, juegos video, películas etc.), los efectos sobre esta propia actividad humana, hasta hace poco vista como “distinguida” y “noble”, no son insignificantes. Desde una perspectiva militante contra el neoliberalismo, las acusas se expresan de una forma contudente: así, un libro como Qué hacemos con la literatura publicado por Akal en 2013 y escrito en común por cuatro eminentes críticos y escritores, denuncia en términos muy ácidos la industria cultural, donde el ruido mediático excesivo hace difícil si no imposible la detección de la real novedad y originalidad, que representan los criterios de valor aceptados como válidos en el campo literario, sin duda, a partir del Romanticismo. Conforme a una lógica de producción desquiciada, se llega a la saturación del mercado con productos cuyo valor llega a consistir en su novedad, “como si los libros llevasen fecha de caducidad, igual que los yogures” (Basanta, citado por Becerra Mayor et al. 2013: 35) y aparece el fenómeno que Martín Nogales ha denominado de literatura kleenex, que “responde a un consumo rápido [y] representa la lógica del capitalismo puro aplicada a la producción editorial” (Nogales citado Becerra Mayor et al. 2013: 34). Se añade también la tendencia a convertir el espacio cultural en un show donde la arrogancia de las estrellas (muchas veces efímeras) se da la mano con la hipocresía de unos editores rapaces, que por un lado alaban libros sin valor literario a fin de amortizar los costes de producción y por otro lado abogan a favor de la necesidad de elevar el nivel general de cultura. Las víctimas son principalmente los lectores, cada vez más desorientados, ya que la crítica mediática se ha convertido “en una mera epifanía publicitaria” (Bértolo 2008: 232). El fenómeno del bestsellerismo es una consecuencia natural de mercantilización total de la cultura y los títulos que encabezan cada año los Top 10 de los libros más vendidos nunca coinciden con los mejores libros publicados según el criterio de los profesionales. De nuevo, la diferencia entre “buenos” y “malos” libros se revela borrosa si los productos editoriales se juzgan según el criterio del éxito. Y se puede añadir una observación más: si de leer se tratase, sin duda una lectora voraz de libros chick-lit, novela sentimental o Paulo Coelho sube el porcentaje de lectura en las encuestas sobre el consumo de libros, aunque el tipo de experiencia literaria obtenida está lejos de potenciar la igualdad cultural.

El criterio del éxito deriva, bien mirado, de un presupuesto democrático sobre la libertad de gusto y la posibilidad de consensuar colectivamente un valor (conforme a la falacia lógica del argumentum ad populum: si a una multitud le gusta el mismo libro, ergo es bueno). En ausencia de este criterio del éxito, ¿se puede valorar con certeza un libro? Un elemento que complica todavía más el problema que nos preocupa procede del propio campo literario y se refiere a la pérdida paulatina de la confianza en sí mismos de los propios críticos o docentes de literatura en un momento en que la teoría literaria avanzó paulatinamente (sobre todo en los Estados Unidos) hacia un relativismo que imposibilita el consenso en materia de interpretación. Así, los propios “especialistas”, enzarzados en sus competencias dentro del propio campo profesional y/o sumergidos en sus propias búsquedas intelectuales, se revelan incapaces de ofrecer incluso a los más bienintencionados lectores un criterio sólido del valor. La ambigüedad fundamental del texto erigida a rango de ley, la ausencia de un “sentido” estable, o sea el tipo de problemas contra los cuales ya desde los años setenta se pronunciaba críticamente Wayne C. Booth en The Rhetoric of Irony, han contribuido bastante al deterioro del estudio filológico, animando por otra parte la expresión libre de los “gustos personales” silvestres (si el texto es ambiguo, yo lo interpreto así). Por su parte, la deconstrucción, con su interés por lo marginal, minoriatrio e “invisibilizado”, contribuyeron también, y parcialmente de forma benéfica, a la subminación de la confianza en los criterios de valor universalistas, pero, al conquistar cada vez más terreno, este tipo de crítica derivó en un indigesto discurso políticamente correcto y debilitó cada vez más la seguridad acerca de los fundamentos de la propia illusio del campo.7 Adolfo R. Posada hablaba con razón de una necesidad de “deconstruir la deconstrucción” por haberse convertido esta teoría tan revolucionaria en el momento de su aparición en un nuevo dogma académico:

Se desplegaron los estandartes deconstructivistas en favor de la diseminación, el pensamiento débil y la literatura subalterna, no para favorecer el progreso del estudio filológico, sino por la mera lucha ideológica. […] Se procedió a una revisión exhaustiva en torno a la política detrás de los grandes monumentos culturales, la cual, resultando en un principio sana y 1ógica, derivó en una corrección política llevada en la actualidad a los límites de dogma académico, afectando a la práctica docente, he aquí lo grave, pues la deconstrucción aspira a enseñar, en palabras de De Man, “lo que no debería ser enseñado” […] ¿Para qué enseñar si uno no cree ni en el arte, ni en la literatura, ni siquiera en la propia enseñanza literaria?8 (Posada 2018: 1107)

Es cierto que la orientación politizante de la teoría feminista o postcolonialista vertida en los textos literarios pareció dar una utilidad mayor a los estudios literarios, en la medida en que a través de ellos se podía desmontar el andamiaje ideológico del texto y, de forma más o menos directa, se lo podía poner bajo la acusación. Así, a través de este proceso (en dos sentidos de la palabra), se podía emplear el texto para cambiar mentalidades y prácticas. No obstante, el precio a pagar fue el sacrificio del texto literario que se convirtió en objeto cultural. Para citar de nuevo a Posada:

Si toda la literatura se juzga a través de un mismo rasero que imposibilite la discriminación a causa de su valor histórico, poético y tecnógrafo, una obra mediocre es igual de valiosa en térrninos culturales que una obra maestra. Se trata de sacrificar el arte en favor de la lucha política contra los imperios económicos, minando el poderío de su cultura. Dicho en otras palabras, reducir los grandes monumentos a meras piedras amontonadas para mermar el patrimonio cultural y lingüístico que sostiene a las grandes potencias mundiales. (1104)

En otras palabras, el empleo de la literatura para fines ideológicos pudo dar la apariencia de una utilidad a los estudios culturales, pero el precio pagado fue importante, pues marginó más aún los estudios literarios.

En lo que respecta a estos últimos, su valor utilitario queda puesto en entredicho y los intentos de un Vargas Llosa de argumentar la utilidad de la lectura “alta” –al barajar, entre otras razones, el beneficio que trae la lectura en el ars amandi– no solo suenan como sermones pronunciados por un vates declinante, sino que irritan a los “iletrados”, apabullan a los “semiletrados”, o, en el mejor de los casos, no sirven más que para convertir a los conversos.9 El mayor reproche que se le puede aducir a tal crítica es que ignora soberanamente la inserción del libro en la cultura consumista donde el gran autor peruano-español tiene un capital simbólico incuestionable, es un participante activo en el show mediático y representa pues la propia encarnación de una cultura “legítima” (regida, evidentemente, por el mercado) que sigue apostando por la culturalización desde lo alto de las masas sumidas en su alienación. Observa con razón Constantino Bértolo que incluso “el rechazo de la literatura mercantil puede acabar convirtiéndose en una forma de incrementar el capital simbólico” (2008: 179), mientras que, al contrario, la crítica (para Bértolo, la única crítica válida) debe ser “capaz de enfrentarse a este poder que hoy llamamos mercado” (178), lo que, evidentemente no es el caso de la defensa de la alta cultura de Vargas Llosa ni en este artículo ni en su libro La civilización del espectáculo.

Más cauto, en un artículo de 2008 titulado “Will the Humanities Save Us?” y que despertó muchas polémicas, Stanley Fish reconoce que, ante el avasallamiento del utilitarismo en todos los sectores de la sociedad, las humanidades no pueden esgrimir ningún argumento válido, ya que los departamentos de literatura o de filosofía ni aportan dinero, sus egresados no representan para nada el ideal de los empleadores, el Estado no se beneficia por una nueva lectura de Hamlet, y ni siquiera, como se consideraba en otros tiempos, las humanidades forman personas “completas” (well-rounded citizens). Este noble ideal humano pertenece, según Fish, a otra etapa cultural, cuando la capacidad de esmaltar su discurso con citas y de dar referencias culturales era algo bien visto, mientras que en la actualidad si uno introduce en la conversación unas cuantas informaciones eruditas “es más probable que provoque irritación en vez de ganar amigos o influenciar a otras personas”. Así, a la justificación exigida de forma implicíta o explicita por todos los representantes del orden pragmático, el profesor norteamericano da una respuesta que no resuelve el problema: las humanidades no sirven para nada, pero en eso mismo consiste su valor, porque tiene su bien en sí mismas, no en algo exterior a ellas. Claro, con tal argumento de noble raíz kantiana ni los científicos ni la gente simple apegada al valor de la utilidad y a lo mejor todavía menos los bachilleres necesitados de orientación profesional se pueden declarar satisfechos. Como prueba, según se sabe, los departamentos de letras cierran en muchas universidades importantes del mundo, el caso más célebre siendo la decisión del gobierno japonés, en 2015, de reducir drásticamente el número de las carreras de humanidades por causa de su nula rentabilidad económica. Juzgadas desde la perspectiva de la igualdad cultural tales decisiones se orientan hacia políticas que promuevan más bien una democratización “tecnocultural”, en la cual las humanidades, y especialmente el estudio de las letras, se supone que tienen poco o nada que aportar.

4 Internet e igualdad cultural

Ahora bien: para una igualdad cultural, cuyos límites, así como intentamos mostrar, quedan no obstante imprecisos, ¿no puede Internet aportar una solución? Primero, no hay que engañarse: si bien está en una expansión constante, Internet no llega a todos o no llega a todos de la misma manera. Según la encuesta sobre el consumo cultural ya citada, el uso de Internet se diferencia según el nivel educativo: lo usan 85% entre los que tienen nivel terciario y universitario, 65% entre los que tienen nivel secundario; 44% entre los que tienen nivel primario o menos (Gayo et al. 2011: 59). Asimismo, los jóvenes son los que pasan más tiempo en la web, mientras que las personas de mediana edad la emplean para conectarse con sus hijos o nietos o (especialmente las mujeres) para entrar en las redes sociales (61–63). El consumo cultural digital sigue dependiendo de la previa formación de los gustos:

En las clases medias el uso de Internet en relación con los consumos culturales constituye una vía de entrada para lo nuevo y para la diversificación, dado que como diría Bourdieu estas clases saben cómo manejar información y se afirman en la acumulación de información sobre la cultura. Esta diferencia en el uso de los recursos de la web entre los sectores sociales, revela que si bien la web hace accesible el ingreso a un mundo de información y cultura, es como afirma Bourdieu con respecto a la gratuidad de los museos. Es decir todos pueden acceder, pero es en definitiva el capital cultural lo que determina mi interés por entrar y mis posibilidades de aprovecharlo. Demuestra que el habitus previo a la web es fundamental en la formación del gusto, en cambio en las clases populares solo constituye una vía para conseguir en forma económica lo que ya conocen y para lo que se encuentran “habilitados”. […] Si en unos es una vía de descubrimiento y ampliación del conocimiento en la producción cultural, en los otros una vía de acceso gratuito a lo ya conocido. Pero la gratuidad no garantiza igualación ni democratización cultural. (59, cursivas nuestras)

Las críticas y las alabanzas con respecto a Internet repiten las tradicionales reacciones ante el advenimiento de una nueva tecnología (los trenes, el telégrafo etc.) y a los “luddistas” hostiles, que deploran su efecto devastador sobre las nuevas generaciones que dejan de leer para jugar on-line o para perder el tiempo en las redes sociales, los responden los optimistas. En nombre de estos últimos, Kevin Kelly defiende Internet como un incomparable medio para generar una sociedad colaborativa que se va autoorganizando al avanzar hacia una suerte de “socialismo”, aunque no en un sentido ideológico, sino más bien como “a spectrum of attitudes, techniques, and tools that promote collaboration, sharing, aggregation, coordination, ad-hocracy, and a host of other newly enabled types of social cooperation” (Kelly 2016: 138).

En un interesante ensayo sobre Internet, el escritor argentino Nicolás Mavrakis iniciaba una pesquisa sobre la experiencia de ciertas postura humanas fundamentales, desde el consumo hasta la muerte, que se viven no necesariamente en una época (ya que esta está atravesada por enormes desigualdades), sino en un ámbito en continua expansión, esto es aquella “zona de la experiencia humana en la cual la devoción por preguntar es reemplazada por la devoción de apretar Me gusta” (Mavrakis 2017: 10). Mavrakis no solo acopia multitud de informaciones sobre la historia de Internet, como el origen de los memes, la división etaria de las redes sociales, la sorpresiva alza de Instagram ante Facebook etc., sino que también plantea una serie importante de preguntas, entre otras: “¿qué es exactamente una obra de arte en la era digital? ¿Qué la legitima como tal en una comunidad con tres mil millones de usuarios? ¿Una exposición en Europa? ¿Cinco mil corazoncitos instanáneos en Instagram? ¿Cuatrocientos comentarios por hora en Facebook?” (18). Es todavía prematuro decir si la web realizó por fin la utopía de las vanguardias sobre una sociedad donde todos los seres humanos son artistas o si la actividad intensa en las redes sociales ofrece la ilusión de los “cinco minutos de celebridad mundial” de los cuales hablaba Andy Warhol. Lo que queda cierto es que Internet no puede generar de por sí los mecanismos de consagración que siguen siendo ligados a un campo preciso y donde operan las mismas luchas por el poder simbólico que hace unos decenios, antes de su aparición.

Si de democratización se tratase basta ver las reseñas de Goodreads, el espacio creado por la librería Amazon, donde las buenas intenciones se alían a las ingenuidades más patentes y donde cada uno es libre de exhibir sus gustos personales sin reflexionar ni un momento en los presupuestos –sociales, educativos etc.– de estos. Si se realizara un estudio sociológico sobre este espacio de opinión “libre”, es muy probable que se encontraran, de nuevo, como criterios de evaluación de las obras el placer (literatura como entretenimiento), la utilidad (literatura como enseñanza) y la distinción (literatura como atavío simbólico).10

5 La derrota ilustrada: Basura de Héctor Abad Faciolince

Intentando recoger la multitud de los hilos desplegados en este espacio textual, observamos que el objetivo social-demócrata de fomentar la igualdad cultural sigue alimentando ciertas políticas puntuales, como son los “bonos culturales”, la financiación de bibliotecas públicas, de teatros y filármonicas, los proyectos de introducir tipos distintos de cultura (en general más elevada) en los barrios populares, etc. En realidad, por razones internas ligadas al factor de distinción, esta igualdad cultural es un problema mal planteado, porque el acceso a la cultura es mediado no solo por una serie de factores objetivos (clase social, nivel económico y de educación, generación, etc.) sino también por las inclinaciones personales.11 Debido a su interpenetración con el proyecto de educación igualitaria, la democratización cultural sigue proyectando su sombra sobre el imaginario social, si bien, en la práctica, funciona bajo las mismas leyes del mercado capitalista que, con la pretensión de ofrecer una igualdad de derechos a consumir, agudiza cada vez más las desigualdades sociales, económicas y culturales.

La orientación culturalista desarrollada en las últimas décadas, unida al relativismo epistemológico y a la “correcta” politización derivada de una teoría postestructuralista aplicada a ultranza, produce una aparente igualación entre las obras, pero una igualación por el menor denominador común, esto es en su calidad de “productos culturales” emanados de una ideología específica, nivelando pues el valor de una obra maestra literaria, un eslogan publicitario o una película de serie B. Para los receptores comunes, de toda forma, estas arduas indagaciones intelectuales resultan indiferentes, primero porque solo una reducida élite tiene acceso a ellas y luego porque estos “malabarismos intelectuales”, según la perspectiva de ellos, solo los incomodarían, por plantearse preguntas molestas en su busca de encontrar esparcimiento, evasión, placer, a lo mejor adquisición de informaciones útiles, o bien (aunque esto sea pasado de moda, según Fish), citas interesantes para distinguirse de los demás. Difuminándose el Otro, según la hipótesis de Dufour, la cultura –y especialemente la cultura “legítima”, “alta”– parece perder su capacidad de cohesionar la sociedad en torno a un “bien común” y los valores prácticos, materiales o hedónicos vuelven de nuevo a la superficie, Internet siendo nada más que el espejo de esta tendencia generalizada. Y eso porque, dado su carácter omniabarcador y su desarrollo rizomático, Internet no puede representar para nada un espacio donde se manifieste de nuevo la universalidad. En Internet se encuentra lo que se busca y congrega en espacios precisos a los que ya tienen una certeza previa al objeto de su búsqueda, o sea poseen la illusio propia de un campo preciso regido por las mismas luchas por el poder simbólico de antaño. Además, tangencialmente, ofrece la ilusión de la distinción de una fama de cinco minutos o de la posibilidad de explayar su “diferencia” constitutiva en el interior de los miles de sitios dedicados, por ejemplo, al arte o a la literatura.

Es comprensible pues que ante tal panorama los menos dotados para la competencia rindan sus armas y salgan completamente del “sistema”. Si la literatura ya no es más que un desahogo personal teñido de narcisismo y su poder universalizador está puesto en entredicho, si cada uno se ve como dotado de simbolizar con sus propios medios su propia experiencia vital sin acudir a ningún maestro y por lo tanto deja de leer (prefiriendo, en algunos casos, escribir, al menos en los muros de Facebook), la utilidad de invertir su energía en la organización textual de una experiencia vital se revela como nula e incluso vergonzosa.

Esta es la fábula propuesta por el escritor colombiano Hector Abad Faciolince en Basura (2000), la novela que de hecho lo lanzó a la fama internacional, y que narra el estudio de un fracaso literario y vital, en contraste total con la ideología capitalista del rendimiento, la continua autosuperación y la búsqueda obsesiva del reconocimiento y éxito. La doble disposición discursiva permite un diálogo continuado entre la escritura de cierto Bernardo Davanzati, escritor malogrado que sigue escribiendo en secreto pero echa a la basura sus textos, y los comentarios de un narrador que lee a escondidas los productos desechados del primero.

La situación del personaje, el escritor Davanzati, y del narrador es típica de una edad cultural en que el campo artístico sigue regido por las reglas creadas por su autonomización con respecto a otros campos simbólicos que le podrían conferir valor (lo político, lo ideológico etc.). Como muestra Bourdieu en Las reglas del arte, la autonomización del campo artístico (de hecho, autonomización relativa, dada su dependencia del campo económico y político) produce por un lado la aparente separación entre el valor de mercado de la obra y su valor simbólico –los productos artísticos siendo “realidades de doble faceta, mercancías y significados” (Bourdieu 1995, 213)– y por otro lado excluye un principio exterior garante del valor artístico, puesto que si “hasta mediados del siglo XIX la Academia [era la] ostentadora del monopolio de la definición legítima del arte y del artista” (341), con la conquista de la autonomía lo que tiene lugar es “la institucionalización de la anomia que resultó de la constitución de un campo de instituciones colocadas en situación de competencia para la legitimación artística” (341). De esta forma, los artistas están “condenados a una lucha sin fin por un poder de consagración que ya sólo puede adquirirse y acabar consagrado en y mediante la lucha misma” (341). Un campo artístico autónomo está al mismo tiempo creado y crea el envite del juego, la illusio que sustenta este juego.

Empleando la terminología bourdieusiana de Las reglas del arte, el narrador, que es periodista, está vinculado al mundo literario (puesto que reconoce el nombre de Davanzati, su vecino, y recuerda las críticas negativas que despertaron su primera novela publicada), pero ocupa un lugar marginal en el campo, sin participar activamente en las luchas por la preeminencia en él. Davanzati, en cambio, después de una novela exterminada por la crítica y una segunda novela autofinanciada, jamás incluida en los catálogos de las bibliotecas, es la figura del perdedor dentro del campo y que padece en carne propia lo que Dufour caracterizaba como la enfermedad posmoderna típica, surgida de la ausencia del Otro y la imposibilidad de auto-fundarse como sujeto: “En la posmodernidad ya no es la culpabilidad neurótica la que define al sujeto, sino algo así como el sentimiento de omnipotencia cuando se logra algo y de impotencia absoluta cuando no. La vergüenza (ante uno mismo) ha reemplazado, en suma, a la culpabilidad (respecto de los otros)” (2001: 7). Vencido en el campo simbólico cuya illusio compartía anteriormente, Davanzati efectivamente se sume en una depresión donde prevalece la vergüenza ante sí mismo y si echa sus productos textuales a la basura lo hace ni siquiera para autocastigarse (no hay instancia de castigo con la desparición del Otro) sino por razones higiénicas, ya que para él escribir es como simplemente orinar: “escribo como quien orina, ni por gusto ni a pesar suyo, sino porque es lo más natural, algo con lo que nació, algo que debe hacer diariamente para no morirse y aunque se esté muriendo” (Abad Faciolince 2000: 10, cursivas en original).

El autor colombiano confirmó en un artículo que Basura era el producto de “una crisis de fe”, porque, no tanto como su Davanzati vencido en las luchas de campo, sino como un participante activo de él, un día dejó de creer en la illusio de la literatura. Afirma sin ambajes: “Creo que la literatura es una actividad menor y para cerebros no particularmente agudos. Se le da una importancia excesiva y los escritores tienen un prestigio injustificado (que sin embargo siempre les parece poco). Por lo menos algunos” (Abad Faciolince 2002). El mundo literario es pura impostura (y en este caso resulta irónico el título de la primera novela de Davanzati, con la cual pretendía obtener éxito dentro del campo, Diario de un impostor), pero, continúa Faciolince, “esta impostura no es denunciada por los profesores” por dos razónes: una, “así como el curita ateo de Unamuno no les decía a sus feligreses que no creía en Dios porque a la gente hay que conservarle sus ilusiones”; la segunda, “porque si lo dijeran ellos, que son los expertos, entonces habría que creerles y los políticos les cerrarían las facultades donde trabajan, las bibliotecas de las que viven, les quitarían los fondos para sus viajes y sus congresos”.

Si la literatura es tan poca cosa, ¿por qué el narrador de Basura rescata los folios de Davanzati? Primero, porque, a diferencia de este, el narrador sigue apegado a una concepción más alta sobre la literatura. En una primera instancia, recoge los escritos de Davanzati y los copía movido por intereses literarios: “Lo que me movía nada tenía que ver con el espionaje, con lo inquisitivo o detectivesco, pues mi interés era, y en últimas sigue siendo, puramente literario” (Faciolince 2000: 13). A medida que acumula estos desechos se convence que Davanzati no es un buen escritor, que suele “hacer exactamente aquello que en los más elementales cursos de escritura creativa está prohibido” (63), que “no podía con lo autobiográfico, no podía con lo reflexivo, con lo testimonial […] con lo negro y seudodetectivesco” (48), en una palabra, el escritor “sufría de incontinencia verbal por escrito, era un grafómano diarreico” (37). Sin embargo, sigue rescatando esta “basura” porque estos textos, huellas del hombre Davanzati, le inspiran “una remota simpatía”, a pesar de no poder decidir su origen: “no sé si se deba a que lo conozco, al hecho de que haya sido mi vecino, un vecino jamás molesto, o a datos objetivos de su escritura” (12). La simpatía personal es apta de encontrar el “no sé qué” del encanto literario, mientras que los juicios “objetivos”, por su parte, son invariablemente negativos.

Si bien el narrador no deja de dudar de su capacidad judicativa, abundando en su discurso las exculpaciones del tipo “poco sé de crítica literaria” (22), “yo no soy crítico literario” (27), es evidente que el lector conmulgará con la opinión del narrador de que estos textos son malos.12 Es una opinión que de hecho el propio Davanzati comparte y que ha sido confirmada por los críticos que lo echaron del campo literario; siendo avalada también por el narrador (que, como vimos, no se considera un especialista), la lectura de los textos de Davanzati, impresos en cursiva en el libro, no ofrece a los lectores sino una satisfacción estética indirecta, al admirar el talento del escritor de imitar unos textos “fracasados” desde el punto de vista estético. Los lectores de Basura leen, pues, los textos de Davanzati como literatura “mala”, sin darse cuenta de la distorsión del contexto, que destaca la importancia del marco específico para la evaluación de un fenómeno. Declarada “basura”, se vuelve “basura” (y es esta una forma inversada del gesto duchampiano de colocar un mingitorio en una exposición); si hubiera sido juzgada desde una perspectiva más tolerante (ya que al fin y al cabo hay montones de “malos momentos” en los “buenos escritores”), a lo mejor no sería tal.

De hecho, la mencionada distorsión, acreditada por el experimento 2007 del violonista del metro,13 opera también en el caso opuesto: en Rayuela los amigos de la Club de la Serpiente que veneran al escritor Morelli aceptan que “cualquier best-seller escribe mejor que Morelli” (Cortázar 1992: 616) y, en vez de deplorarlo como el narrador de Basura, están encantados con la continua acumulación de fragmentos y también porque “lo que el libro [de Morelli] contaba no servía de nada, no era nada, porque estaba mal contado, porque simplemente estaba contado, era literatura” (716). Lo que a Oliveira y los suyos les hace “temblar de delicia” (717) es que aun a través de un texto “desaliñado, deanudado, incongruente” (559) es posible, en contados casos, como el de Morelli, vislumbrar “el Yonder” (616, 617), la “verdadera realidad” (613), la “imago mundi” (647). O sea, el Otro referido por Dufour está allí y certifica el valor de estos textos.

Con la posmodernidad, todas estas metas aludidas en Rayuela desaparecen y la literatura, que, según la doxa moderna, es el vehículo privilegiado para alcanzarlas, pierde así su razón de ser. Davanzati, aterrizado en plena posmodernidad con todos los utensilios intelectuales forjados en la modernidad, vive avergonzado por no poder dejar de ejercitar una práctica que sabe inútil, simplemente porque ha perdido la illusio que hace posible la lucha por el poder simbólico en un campo. González Rodríguez tiene razón al analizar la novela como la derrota de la doxa moderna ante la posmoderna, descubriendo como el narrador, todavía fiel a “la doxa que ilumina el valor de la literatura moderna” (135) y que le permite formular sus juicios acerca de la literatura de Davanzati, abandona paulatinamente el interés literario para acercarse al “misterio” personal, íntimo, de su vecino. No obstante, esta fe moderna en la capacidad de la literatura de ofrecer al menos esta mínima revelación, la de la verdad existencial del próximo, se pierde también. Recibiendo de Anapaola, una amiga de Davanzati, la información de que este es sordo y siendo consciente que la sordera es una minusvalía fatal en un escritor que debe captar “la voz de la gente, las historias de la vida común y corriente que son las que forman la literatura” (Faciolince 2000, 80), se ve forzado a aceptar su derrota: “Es tan difícil salirse de la cápsula que nos encierra, tan difícil interesarse de verdad por otra persona. Yo que creía haber dedicado más de un año de mi vida a la vida de Davanzati, no había sido capaz de percibirlo bien. No había sentido eso que para Anapaola era tan claro, su sequedad interior, el profundo vacío de su vida seca” (82). Con razón, González Rodríguez concluye que la saga del narrador en busca de autoconocimiento a través de la literatura y a través del otro termina con la “clausura sin remedio del sujeto” y afirma: “A los lectores nos queda la sensación de que algo valioso se ha perdido pero, sobre todo, que lo perdido sigue siendo valioso” (138).

Por última vez: ¿es tan “mala” la literatura de Davanzati? Juzgada con los criterios modernos del narrador, o sea originalidad, construcción coherente, etc. es definitivamente mala. Desde la perspectiva del mercado, es inexistente, porque simplemente el escritor dejó de competir en él, como consecuencia del fracaso anterior. Desde la perspectiva desencantada de Davanzati, es mala, pero mala por esencia, fundamentalmente, porque no tiene ningún valor, y como nota González Rodríguez, su mediocridad “se debe más que todo al alto precio que la pérdida de fe en el valor cobra a la ‘calidad literaria’” (135). Es cierto, medido por los criterios mercantiles del éxito, de la utilidad práctica, de la capacidad de ofrecer distinción social, el valor de la literatura parece ser seriamente amenazado. Lo otro es la fe en el valor de ella y la novela de Faciolince, aun escrita desde el interior de una crisis de fe, nos hace más conscientes de la fragilidad de esta en el mundo posmoderno carente de Otro. Uno se pregunta, inevitablemente, qué haría Davanzati si existiera Internet, Facebook y Tweeter: ¿utilizaría estos medios para expresarse? ¿Vería su actividad igual de molesta y obligatoria (ya que compara la escritura con la mera micción)? ¿Seguiría igual de avergonzado por su fracaso en el campo literario que todavía mantiene sus distancias frente a estas modalidades expresiva cada vez más importante en la vida de nuestros contemporáneos? ¿Seguirá siendo “basura” lo que no pretende ser literatura porque ya se ha perdido la fe en la illusio de este campo? ¿Revisará, a pesar de su desconfianza en el valor de sus textos, el número de Like en su “muro”?

Es todavía prematuro prever los efectos de Internet, de las redes sociales y de la realidad virtual sobre la illusio literaria, pero es forzoso reconocer que algo de su fascinación se ha venido desgastando y que no es en torno a ella que se puedan reducir las desigualdades culturales, como ingenuamente cree Vargas Llosa. Asimismo, hay también que reconocer que, de hecho, los propios proyectos culturales democratizadores (y especialmente su sombra presente en la educación) deben ser revisados con cautela.

Obras citadas

Abad Faciolince, H. (2000): Basura. Madrid: Lengua de Trapo.

Abad Faciolince, H. (2002): Una crisis de fe. Malpensante 38. (disponible https://www.elmalpensante.com/articulo/2176/una_crisis_de_fe, 2 de junio de 2018.)

Ahearne, J. (2004): Between Cultural Theroy and Policy: The Cultural Policy Thinking of Pierre Bourdieu, Michel de Certeau and Régis Debray. Coventry: Center for Cultural Policy Studies, University of Warwick, Research Papers no. 7.

Baudrillard, J. & M. Guillaume (1994): Figures de l’altérité. Paris: Descartes et Cie.

Becerra Mayor, D., R. Arias Careaga, J. Rodríguez Puértolas & M. Sanz (2013): Que hacemos con la literatura. Madrid: Akal.

Bértolo, C. (2008): La cena de los notables. Cáceres: Periferica.

Booth, W.C. (1974): The Rhetoric of Irony. Chicago: Chicago University Press.

Bourdieu, P. (1998): La distinción, trad. María del Carmen Ruiz del Elvira. Madrid: Taurus.

Bourdieu, P. (1995): Las reglas del arte. Trad. Thomas Kauf. Barcelona: Anagrama.

Cortázar, J. (1992): Rayuela. Madrid: Cátedra.

Dufour, D.-R. (2001): Esta nueva condición humana. Los desconciertos del individuo-sujeto. Le monde diplomatique. Edición Cono Sur, 23. (Disponible http://www.rebelion.org/hemeroteca/cultura/desconciertos210501.htm, 5 de diciembre de 2018.)

Eagleton, T. (1998): Una introducción a la teoría literaria. Trad. José Esteban Calderón. México / Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Ferreira, E. (2001): Pasado y presente de los verbos leer y escribir. Bogotá: Fondo de Cultura Económica.

Fish, S. (2008): “Will the Humanities Save Us?”. New York Times, 01.06.2008. (Disponible http://opinionator.blogs.nytimes.com/2008/01/06/will-the-humanities-save-us/12 de enero de 2019.)

Gayo, M. (2017): Desigualdad, ¿existe alguna posibilidad de conseguir niveles de igualdad cultural aceptable. Periférica: Revista para el análisis de la cultura y el territorio 18: 65-76.

Gayo, M., M. L. Méndez, R. Radakovich & A. Wortman (2011): Consumo cultural y desigualdad de clase, género y edad: un estudio comparado entre Argentina, Chile y Uruguay. Madrid: Fundación Carolina.

González Rodríguez, A. (2011): Hector Abad Faciolince, BASURA y la crisis de fe literaria. Revista Grafía – Cuaderno De Trabajo De Los Profesores De La Facultad De Ciencias Humanas. Universidad Autónoma De Colombia 8: 127–140.

Kelly, K. (2016): The Inevitable. Understanding the 12 Forces that Will Shape Our Future. New York: Penguin Random House.

Ludmer, J. (2010): Aquí América Latina. Buenos Aires: Eterna Cadencia.

Mavrakis, N. (2017): La utilidad del odio. Una pregunta sobre Internet. Buenos Aires: Letra Sudaca.

Panorámica de la edición española de libros 2016: Análisis sectorial del libro. Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, 2017.

Panorámica de la edición española de libros 2017: Análisis sectorial del libro. Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, 2018.

Plaza, J.M. (2018): Barómetro de la lectura 2017: se lee más pero peor. El Mundo, 18/01/2018. (Disponible: http://www.elmundo.es/cultura/literatura/2018/01/18/5a607873468aeb34758b4600.html, 20 de enero de 2018.)

Posada R., A. (2018): “Deconstruir la deconstrucción: en torno a la teoría diferencial del texto literario y sus contradicciones”. In: C. Lupu (ed.) Studii Romanice II – Omagiu profesorilor Florica Dumitrescu şi Alexandru Niculescu la 90 de ani. Bucureşti: Editura Universităţii din Bucureşti: 1097–1109.

Topuzian, M. (2013): El fin de la literatura. Un ejercicio de teoría literaria comparada". Castilla. Estudios de Literatura 4: 298–349

Vargas Llosa, M. (2000): “Un mundo sin novelas”. Letras Libres 22. (Disponible: https://www.letraslibres.com/mexico/un-mundo-sin-novelas, 16 de enero de 2018.)

Vargas Llosa, M. (2012): La civilización del espectáculo. Madrid: Alfaguara.


  1. Los pensadores franceses pensaban en la alteridad radical, la que no se puede de ninguna forma asimilar, coincidiendo en la concepción sobre una otredad ordinaria, o sea asimilable y comprehensible, que está en continua negociación con los modelos de las identidades dominantes. Sus planteos giraban alrededor de la idea de que el posmodernismo se caracteriza, entre otras, por la tendencia a transformar la alteridad radical en alteridad ordinaria, si bien algunos restos del primer tipo queda aún vigente, bajo una forma espectral, en los fenómenos como la delincuencia, la toxicomanía, la relación con los inmigrantes portadores de unos fragmentos ónticos no asimilables, el terrorismo o los productos desconcertantes de la tecnología en el campo de la genética o la inteligencia artificial.↩︎

  2. Con razón, Miguel Dalmaroni le replica a Ludmer que sus materiales sobre los cuales trabaja en Aquí América Latina, donde expone el tema de la postautonomía provienen del centro del canon y están previamente “valorados” en el campo (semi)autónomo de la literatura (citado por Topuzian 2013: 321).↩︎

  3. Al hacer la historia de la conformación de las letras inglesas como campo de estudio a partir del siglo XIX, Terry Eagleton apunta que el crítico central del período victoriano, Matthew Arnold, no pensaba tanto en el beneficio de la cultura por las clases obreras como en el beneficio de las propias clases dirigentes, que mantendrían ocupadas (con la lectura) a las masas para que estas no se rebelasen: “Si se niega a los niños de la clase obrera toda participación en lo inmaterial, pronto se convertirán en hombres que exigirán con amenazas el comunismo de lo material” (citado por Eagleton 1988: 19).↩︎

  4. De hecho, llamado a intervenir para crear un plan de larga duración de desarrollo cultural en 1969, el gran sociólogo francés desaprobó tanto las propuestas “populistas” que tendían a elevar los productos culturales de las culturas populares al rango de cultura “legítima”, como los proyectos imaginados por Malraux que pretendían poner al alcance de las clases dominadas la cultura “legítima” propia de los dominantes (Ahearne 2004: 42). Por una parte, el populismo educativo-cultural crea una nueva alienación cuando ofrece a las clases dominadas lo que ellas creen que necesitan, “halagando el pueblo en sus carencias y en el desconocimiento de sus carencias, lo que es una de las más trágicas formas de demagogia” (citado por Ahearne 2004: 59). Por otra parte, la segunda opción simplemente refuerza la situación de desigualdad existente entre los dominantes y los dominados, teniendo un efecto devastador por ejemplo en las clases medias, ya que estas, en su deseo de distinguirse de las clases más bajas, se aferrarán todavía más a su manera alienada de relacionarse con la cultura, que es la “pretensión”, en vez de liberarse de ella.↩︎

  5. La teoría de Bourdieu acerca de la construcción social de los gustos, desarrollada en La distinction (1979) argumentaba que la desigualdad fundamental entre las clases –la burguesa, la mediana (pequeños-burgueses) y la popular (obrera)– no se puede resolver a través de unas políticas culturales basadas en una ingenua concepción igualitaria, debido a la tendencia a la reproducción de los habitus de clase. Bourdieu sintetiza la dinámica de los gustos “legítimos” que quedan no obstante arraigados en un suelo firme, dado por el habitus de la clase privilegiada, caracterizado la conciencia de la distinción“:”Aquellos a los que se considera distinguidos tienen el privilegio de no tener que preocuparse por su distinción: pueden fiarse para ello de los mecanismos objetivos que les aseguran las propiedades distintivas y de su ‘sentido de la distinción’, que les aleja de todo lo que es ‘común’" (Bourdieu 1998, 245)↩︎

  6. Según el informe de la Panorámica de la edición española de libros, en 2017 el número de ISBN (libros impresos y en formato electrónico) alcanzaba la cifra de 89.962, con 4,6% más que el año anterior (Panorámica 2017, 6; Plaza 2018). En 2016 de hecho la producción había subido también, con un 8,3% con respecto a 2015, cuando la cifra de ISBN se estimó a 79.397 (Panorámica 2016: 6). De las cifras de los informes se desprende también un alza constante de las primeras ediciones (88.119 ISBN frente a 84.047 en 2016), en detrimento de las reediciones, que decrecen con 5,6%. Los títulos de literatura representan un porcentaje bastante importante de esta producción: en 2013 se situán a 21,4%, en 2015 suben a 21,9% para volver en 2016 a 21,4. Entre estos títulos alrededor de 23% lo representan las traducciones, la lengua dominante de la cual se traduce siendo el inglés (Panorámica 2016: 52). En el campo de los libros de literatura se dio en 2016 una alza de 11,2% con respecto a 2015 (Panorámica 2016: 52, 53).↩︎

  7. Según Bourdieu, un campo artístico / científico / intelectual etc. autónomo se forma alrededor de un objeto –illusio– consensuado como digno de desencadenar la competencia entre los actores que participan en este juego. El campo está creado por este objeto y a la vez lo crea. La illusio es “la investición en el juego que saca a sus agentes de la indiferencia y los inclina y dispone a efectuar las distinciones pertinentes desde el punto de vista de la lógica del campo, a distinguir lo que es importante” (Bourdieu 1995: 337).↩︎

  8. De hecho, los docentes postestructuralistas afirman rotundamente no creer en la cultura o en la literatura, pues como afirma Linda Tredennick, defensora del New Formalism, ellos “do not retheorize art, culture, knowledge, or value because, for the most part, they do not believe in art, culture, knowledge, or value as stable or even meaningful categories” (Tredennick, citado por Posada 2017: 1107).↩︎

  9. En el artículo “Un mundo sin novelas” publicado en Letras Libres Vargas Llosa enumera unas razones para defender la lectura de las obras maestras: beneficios en el plano del lenguaje (expresarse bien significa pensar bien); fomentar el espíritu crítico “porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos”, pues crea una insatisfacción constructiva ante el mundo tal como nos está dado; “formar ciudadanos críticos e independientes, difíciles de manipular”; desarrollar “una sensibilidad inconformista ante la vida, [que] hace los seres humanos más aptos para la infelicidad”, pero esta aptitud les inculca el deseo de cambiar el mundo; dar expresiones claras (kafkiano, orwelliano, sádico, borgeano, etc.) para entender mejor la realidad y especialmente “esos fondos terribles donde a menudo yacen las motivaciones de las conductas y los comportamientos inusitados, y, por lo mismo, tan injusto contra el que es distinto”. El beneficio sobre el arte amatorio deriva de la ampliación de los matices lingüísticos: “Sin la literatura, no existiría el erotismo. El amor y el placer serían más pobres, carecerían de delicadeza y exquisitez, de la intensidad que alcanzan educados y azuzados por la sensibilidad y las fantasías literarias. No es exagerado decir que una pareja que ha leído a Garcilaso, a Petrarca, a Góngora y a Baudelaire ama y goza mejor que otra de analfabetos semiidiotizados por los culebrones de la televisión” (Vargas Llosa 2000).↩︎

  10. Constantino Bértolo hacía una interesante clasificación sobre los tipos de lectura: lectura adolescente (de identificación biográfica), ingenua (de evasión), sectaria (de identificación político-ideológica), letraherida (coleccionista, atenta especialmente a la “intertextualidad”), cívica (crítica) y la propia del crítico literario (2000: 85–98). En una plataforma como Goodreads el tipo de lectura que prevalece es la lectura “ingenua”. Sobre esta Bértolo apunta: “De la inocencia como actividad de no exigencia baste decir que en realidad exige una exigencia muy fuerte: la de no ser molestado o cuestionado, actitud que, por mucho que se disfrace de simpatía positiva, oculta resignación, conformismo y, sin duda, autocomplacencia. La inocencia como ausencia de prejuicios denota la aceptación de los prejuicios propios como ‘normalidad’, normalidad que tiene su origen en la identificación de los ‘prejuicios hegemónicos’, aceptados como lo natural” (89).↩︎

  11. Así, polemizando con Bourdieu, Lahire empieza su estudio sociológico que pretende demostrar que, con independencia de la clase social, lo que sucede a nivel individual es más bien una “disonancia” en vez de una “consonancia” en materia de los gustos, recordando que el sofisticado Wittgenstein era un gran aficionado a las novelas policíacas y a las películas western (Lahire 21–24).↩︎

  12. El narrador no le niega a Davanzati “talento de escritor” (37) e incluso cree que, con mayor calma y paciencia, habría podido escribir una buena literatura del yo, lo que arroja una interesante luz sobre el ulterior libro escrito por Faciolince, el más famoso, El olvido que seremos (2006). Pero el propio narrador de Basura reconoce sus límites a la hora de dar consejos sobre cómo escribir, incluso este tipo de literatura: “yo hubiera cogido una botella de ron y subir, conversar con él sobre el oficio, sobre lo que podría hacerse si de veras estaba tan obstinado en publicar otro libro. Le habría dicho, tal vez, que su prosa reflexiva tenía a veces una cándida angustia que me gustaba, que se resignara de una vez por todas a no contar historias, a no inventarse nada, y que ya que era un completo inepto para las tramas imaginarias, que se dedicara más bien a pensar y a hacer la glosa de su propia vida. Pero ¿puedo yo darle consejos a alguien? […] No soy ni siquiera capaz de ser periodista y le voy a enseñar a mi vecino a ser escritor, qué va” (48).↩︎

  13. En 2007 Washington Post hizo un célebre experimento pidiendo al renombrado violonista Joshua Bell repetir en una estación de metro, a la hora pico, el programa que había dado una noche anterior en una de las más célebres salas de concierto del mundo. El objetivo del experimento era comprobar si la gente puede reconocer la belleza aun en contextos desapropiados. El resultado fue negativo. Aunque Bell tocó el mismo repertorio, unas cantatas de Bach muy sofisticadas, y empleó el mismo violín Stradivarius, extremadamente caro, la gente no se paró para escucharlo ni aplaudió su actuación.↩︎