Verbum Analecta Neolatina XXII, 2021/1

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Sé que el toque de queda se aproxima y que ciertos monstruos reales se
eslizan entre las sombras acá afuera. Pero mi castillo está cerca, mi
foso impide su cercanía, mi puente levadizo bajará para acogerme justo a
tiempo, mi gente saldrá a recibirme entre vítores y brindis.
(Diego Muñoz Valenzuela, Lugares secretos)

1 Para introducir la diferencia: búsqueda del aislamiento y huida de la discriminación en la sociedad chilena y en muestras de su literatura

Existe en las letras chilenas a lo largo de todo el siglo XX una extensa y asentada tradición que se centra en la representación literaria del encuentro con la diferencia y el enfrentamiento con la diversidad. En las páginas que siguen se pretende ensayar un bosquejo interpretativo de la evolución diacrónica experimentada por los modelos literarios de representación de ciertas dinámicas sociales nacionales: se alude aquí a aquellas situaciones de “desafío a la otredad” que las letras chilenas han ostentado a lo largo del tiempo, a partir de la obra de Alberto Blest Gana (1830–1920) y de los grandes narradores naturalistas nacionales, Luis Orrego Luco (1866–1948) y Baldomero Lillo (1867–1923). Para limitar cronológicamente nuestro análisis, se tomará en examen el periodo comprendido entre la segunda mitad del siglo XX y los primeros quince años de la nueva centuria.

Puesto que toda modalidad de representación del funcionamiento de la estructura social de un país se apoya en la observación de las contingencias tangibles y una vez asumido que el conjunto de distancias físicas, económicas, culturales y geosociales constituye la causa primera del surgimiento de fronteras internas, se propone aquí esbozar un croquis que abarca dos ámbitos de análisis: en primer lugar, reflexionar brevemente sobre las dinámicas de expansión y crecimiento poblacional que se han manifestado en el último siglo en las grandes capitales del continente hispanoamericano y en Santiago de Chile en particular. Y en segundo lugar, describir los mecanismos –no siempre logrados– de imposición de un orden al caos debido a las diferencias, adoptando la postura de Zygmunt Bauman acerca de la ambigüedad ínsita en el deseo social de orden, percibido como “un pretexto, aún si virtuoso, que oculta una misantropía violenta y no hace sino alimentarla. El orden no es otra cosa sino un desesperado intento de imponer uniformidad, regularidad y previsibilidad al mundo de los seres humanos, que es diversificado, irregular e imprevisible” (2008: 13).

Los procesos de expansión crean áreas de aislamiento en las metrópolis, desatan el caos y después la necesidad de regularlo, demostrando cómo el crecimiento urbano de esta macro-zona continental se ha fundado esencialmente en un reacomodamiento sin pausas, un “reajuste descontrolado” que marca una de las grandes diferencias con lo que aconteció durante la larga etapa de la colonización: si a lo largo del periodo fundacional el proceso de “pensar la ciudad” constituía un momento razonado de elaboración a priori, previo al de la edificación concreta del centro urbano, en el último siglo la conformación de los nuevos espacios ciudadanos surgidos en lugar de los anteriores se ha caracterizado por una coincidencia entre el momento del proyecto y el de la construcción. El resultado de esta coincidencia temporal se refleja en la ausencia de una planificación que pueda asegurar el orden del espacio interno: el desarrollo urbano incontrolado ha ido creando “megalópolis inconclusas”, sin un centro neurálgico, sin puntos de referencia (desaparece la cuadrícula y se difumina el concepto mismo de centro, donde se ubicaban el poder civil –el cabildo– y el poder religioso –la iglesia matriz), lo cual obliga al hombre contemporáneo a un proceso de adaptación continua. Si la fase de proyección y la de edificación de los lugares físicos (es decir, de los edificios y los símbolos urbanos) acaban coincidiendo, esta simultaneidad no implica solo una falta de planificación sino que marca también una ruptura de los cánones de habitabilidad y de convivencia entre los pobladores de las distintas áreas urbanas. La consecuencia es la instauración de un diálogo opositivo en el interior de la urbe según una “dialéctica de lo de fuera y lo de dentro [que] se apoya sobre un geometrismo reforzado donde los límites son barreras. […] y el geometrismo registra intuiciones definitivas” (Bachelard 254).

Si bien la sociedad compacta y tradicional que había caracterizado la historia social chilena a lo largo de todo el siglo XIX y durante las primeras cuatro décadas de la siguiente centuria se componía de clases y grupos sociales muy heterogéneos, sus dinámicas de mutua interrelación se gestaban dentro de un sistema pactado y comúnmente aceptado de normas de convivencia que llevaba a la práctica social el geometrismo espacial al que alude Bachelard. Sin embargo, esta convivencia no ha significado una verdadera ausencia de antagonismo entre los grupos sociales, puesto que la violencia social en sus múltiples manifestaciones existe como

un mecanismo trans-sectorial, infra o transnacional, trans-subjetivo y también trans-histórico, que opera a partir de una vinculación cruzada de intereses, tiempos, agendas y recursos, redefiniendo éticas y estéticas que atraviesan lo social integrando de una manera inédita clases, sexos y razas, creando nuevos universos de referencia simbólica y procesos intensos de resignificación cultural y política (Moraña 182).

Sobre la base de ese orden frágil cuando no efímero, debido precisamente a su “carácter trans-sectorial, infra o transnacional, trans-subjetivo y también trans-histórico”, se fue construyendo durante aquella larga etapa de la historia nacional, prevalentemente en escenarios de tipo urbano, una suerte de “sociedad normalizada”. Ésta –ya en el periodo de entreguerras– empezó a verse amenazada por el fortalecimiento y la toma de conciencia de sí mismo por parte de un bloque humano compacto y ajeno: flujos de inmigrantes (en gran parte procedentes del interior del país), una masa enajenada de personas aisladas que convergían en la ciudad y que, en su conjunto, carecían de todo vínculo con la sociedad normalizada. El hecho de que las difíciles y progresivas experiencias de integración de esta “otra sociedad” no se realizaran en aquellas zonas urbanas tradicionalmente habitadas por los miembros de la que se puede definir como “sociedad preexistente”, ha sido la causa principal (pero no la única) del surgimiento de barriadas ultra-populares en las periferias urbanas, reductos casi exclusivos de esa nueva “sociedad a-nómica”. El desapego entre las dos sociedades, separadas según una rígida estructura jerárquica que impone la diferencia como una condena, remite a los estudios de Bruno Latour, quien sostiene –de forma provocativa– que “la particularidad de los occidentales es haber impuesto por constitución la separación total de los humanos y los no humanos […] y haber creado así artificialmente el escándalo de los otros” (152). Sobre la base del análisis de los efectos de los desplazamientos geográficos (que son la consecuencia de las expectativas de movilidad social y económica) y del escándalo de los otros desatado por esas migraciones internas, surge y se consolida en Chile una escritura centrada en la reflexión sobre la distancia, la otredad percibida como enemigo. Una primera base en común entre los cuatro narradores que se han seleccionado para nuestro estudio (José Donoso, Jorge Edwards, Diego Muñoz Valenzuela y Andrea Jeftanovic) es la representación de las dinámicas de “mixofobia urbana” (según la terminología propuesta por Bauman) presentes en la sociedad chilena. Los cuatro escritores elegidos –cada uno a su modo y siguiendo patrones descriptivos y estilísticos que dependen (o dependieron) de las distintas etapas históricas en que produjeron sus sendas obras de ficción– reproducen en sus textos las maneras en que las barreras fronterizas son erigidas en los espacios metropolitanos para separar la presunta “sociedad normalizada” de la amenza de lo extraño, y demuestran cómo la consolidación de estas fronteras no es suficiente para eliminar el miedo a lo desconocido. La elección de los textos responde a la necesidad de reflejar, desde las páginas de la ficción, las dos etapas del proceso de crecimiento de las ciudades hispanoamericanas, y de Santiago de Chile en particular, a lo largo de los últimos cuarenta años, es decir, a partir de la década del setenta del siglo XX.

Tanto el texto ficcional de José Donoso como el de Jorge Edwards pueden interpretarse como una suerte de espejo de aquellos procesos de transformación social y topográfica que habían caracterizado la capital chilena en el último cuarto del siglo pasado, cambios marcados por las que Carlos de Mattos define como “nuevas modalidades de expansión metropolitana, como la suburbanización y la policentralización, la fragmentación de su estructura, así como la polarización social y la segregación residencial” (5). A medida que transcurren las décadas no solo aumenta la vulnerabilidad personal sino también la dificultad para alcanzar la integración de la ciudadanía, y se hace más evidente la dinámica de desestructuración de las formas de integración social en el espacio urbano ya vislumbrada por Donoso y Edwards: las ficciones de Diego Muñoz Valenzuela y Andrea Jeftanovic dan cuenta precisamente del surgimiento de esa construcción urbana a la que Lucía Dammert da el nombre de no-ciudad, cuyo rasgo idiosincrásico es “la presencia de espacios de confluencia anónimos, que solo permiten un furtivo cruce de miradas entre personas que nunca más se encuentran. Es así como los ciudadanos se convierten en meros elementos de conjunto que se forman y deshacen al azar, y que por ende se convierten en usuarios que mantienen una relación esencialmente contractual” (89).

Desde la perspectiva de las clases burguesas, los miedos debidos al posible contacto con la perturbadora variedad de tipos humanos presentes en la urbe se descargan contra todas aquellas categorías percibidas como “diferentes” y por ende hostiles y amenazantes. Sin embargo, el miedo a la Otredad no se expresa solo a través de un modelo de segregación de base socioeconómica. El presupuesto conceptual común reside sí en establecer distancias y en evitar la contaminación, pero las modalidades de discriminación del Otro van evolucionando a lo largo de las décadas del periodo examinado (1965–2015) hasta desembocar en una exigencia del ser humano de aislamiento y protección no solo física, según el modelo mixofóbico baumaniano: “la mixofobia se manifiesta en el impulso a buscar islas de similitud e igualdad en medio del mar de la diversidad y la diferencia” (2007: 124). Pero, ¿quiénes son los “sujetos perturbadores”? Y ¿quiénes son los individuos que planifican y buscan el encierro de aquéllos en algún gueto levantado ad hoc? Desde una perspectiva sociológica, que se refleja también en lo literario, entraría en esta categoría todo ser humano cuya “irritante extrañeza” puede perjudicar la solidez del asentamiento de la burguesía y del patriciado en los estamentos socio-económico más altos. Esto significa, en primer lugar, que es “subversivo” todo individuo que amenaza con desbaratar las jerarquías consolidadas. Se hace manifiesto, así, que el presupuesto geosocial y cultural de esta percepción generalizada reside en la estructura misma de la sociedad chilena, asentada sobre modelos jerárquicos de tipo casi-estamental, según un orden todavía postfeudal. La impermeabilidad entre clases y la distancia social se mantienen casi sin variaciones a lo largo de las décadas, consolidando una estructura social rígida y almidonada que se ha conservado intacta en el tiempo, en el tránsito de la sociedad patricia a la sociedad burguesa de la segunda mitad del siglo XIX, hasta la sociedad masificada del siglo XX.

En el marco de la producción literaria chilena de la segunda mitad del siglo XX, este trasfondo temático común –que se asoma con mayor o menor intensidad en las páginas de sus intérpretes, dependiendo de las circunstancias históricas, sociales y personales de cada escritor– demuestra cómo la reducción de la distancia jerárquica entre categorías sociales es menos efectiva que en los otros países del Cono Sur. Esta constatación empírica es el punto de arranque de nuestro análisis: tal como se ha adelantado, hemos elegido como muestras representativas de esta tendencia a los siguientes autores: José Donoso (1924–1996, del que se examina una de las cuatro novelas breves incluidas en Cuatro para Delfina, de 1982), Jorge Edwards (1931, del que se estudia la novela El peso de la noche, de 1967), Diego Muñoz Valenzuela (1956, del que se analiza el cuento “Cruzar la calle”, que primero formó parte de una recopilación de relatos chilenos editada por Danilo Manera y después fue incluido por el propio autor en el volumen El tiempo del ogro, que vio la luz en 2017 en Santiago) y Andrea Jeftanovic (1970, de la que se estudia el cuento “La desazón de ser anónimos”, que forma parte del volumen No aceptes caramelos de extraños, de 2011).

2 La invasión del Otro como transformación carnavalesca en una nouvelle de José Donoso

A lo largo de su dilatada trayectoria como escritor, José Donoso ha intentado llevar a cabo una continua traducción de la ambigüedad social a términos literarios: toda la producción donosiana se estructura como una contradicción entre dos tipologías opuestas de posturas semiológicas; en un extremo se ubica la semiología del orden, es decir, el discurso de la unicidad de la identidad y de la sexualidad; el respeto forzoso de los valores familiares y las jerarquías internas; la cohabitación con los límites de clase y los roles pre-escritos de cada capa social.1 En el otro extremo estaría la semiología de la transformación, o sea, el discurso del juego, la lógica del carnaval, que invierte los códigos según el modelo propuesto por Mihail Bakhtin, pues “pendant le carnaval, c’est la vie même qui joue et, pendant un certain temps, le jeu se transforme en vie même” (123). La ruptura de las barreras sociales surgidas como efecto de la consolidación de hábitos de segregación del Otro pasa, en la obra de Donoso, por una carnavalización de lo real: el carnaval opera una transformación temporánea dentro de las estructuras sociales e instituciones culturales, a las que va a renovar dotándolas de otras posibilidades, viéndolas desde otros puntos de vista, sin llegar jamás a instituir un principio o una verdad estables. La obra de Donoso vendría a ser, así, como un espejo que reproduce una cierta expresión cultural, produciendo en ella una inversión o una deformación. Lo mismo hace el carnaval, que nunca reproduce la cultura tal como la encuentra, puesto que toda celebración carnavalesca efectúa una de las dos operaciones siguientes: “la inversión, [que] constituye la parodia, y la deformación [que] constituye el grotesco” (Gutiérrez Mouat 28).

Nuestro análisis de la relación existente entre distancia social y carnavalización se centra en la recopilación titulada Cuatro para Delfina, que vio la luz en 1982 y que se compone de cuatro novelas cortas: “Sueños de mala muerte”, “Los habitantes de una ruina inconclusa”, “El tiempo perdido” y “Jolie madame”. En particular, en “Los habitantes de una ruina inconclusa” se presenta un orden que se ve amenazado por la intrusión de un cuerpo ajeno, cuya diferencia con respeto a la norma quiebra la armonía de la distribución proxémica imperante en un barrio residencial santiaguino; un barrio que es un feudo de la clase adinerada, es decir, una pequeña guarida patricia, hostil a todo tipo de cambio que pueda afectar la estructura económica y social consolidada. El texto está construido sobre la base de una serie de “acciones subversivas” que rompen los esquemas y las barreras asentadas; la primera forma de subversión es representada por la invasión del espacio tradicionalmente burgués: “los vecinos no veían con buenos ojos la aparición de un edificio de departamentos en el barrio donde hasta ahora, por suerte, no existía ninguno, porque en primer lugar obstruiría la vista y, en segundo, porque traería gente inclasificable a esta calle hasta ahora habitada por gente de toda la vida” (Donoso 95). En esta primera fase, el miedo a lo desconocido, a lo inclasificable, se instaura como un rechazo colectivo a esa construcción de hormigón que se define como “vigilante, húmeda, inestable y transitoria” (Donoso 98), y que se opone a las casas estables, refugios sólidos y seguros de la burguesía resguardada. En la anécdota de la fábula donosiana, el edificio se entromete en la intimidad casera de Francisco y Blanca Castillo, una pareja burguesa, puesto que “las ventanas traseras del edificio se abrían justo sobre su jardín, donde el ceibo, por desgracia, no quedaba al lado que debía para ocultar su residencia de la curiosidad de los futuros vecinos” (Donoso 98). La ruptura de la armonía proxémica presente en el barrio residencial es el resultado de una operación de apropiación ideológica del espacio por parte del poder: a partir de las reflexiones sobre el espacio urbano y el espacio social que proporciona Henri Lefebvre, distinguiendo entre práctica espacial, espacios de representación y representaciones del espacio, es posible comprobar cómo la ocupación de un espacio concebido hasta ese momento como “verde público” refleja la ideologización del lugar como efecto del ejercicio de repensar el espacio por parte de los planificadores, los tecnócratas, los urbanistas y los administradores de la ciudad. Frente al espacio vivido, es decir, el de los habitantes y de los usuarios, el texto de Donoso plantea el surgimiento de un espacio concebido, que es el “del planificador, el arquitecto y la arquitectura, este espacio que, en forma de lote o porción, les ha sido cedido por el promotor inmobiliario o la autoridad política para que apliquen sobre él su creatividad, que no es en realidad sino la sublimación de su plegamiento a los intereses particulares o institucionales del empresario o del político” (Delgado en línea).

En este espacio –que es una representación ideológica vinculada a las relaciones del poder y de producción, y por ende está sometida a un orden que intenta establecer un sistema de signos elaborados intelectualmente– los personajes de la ficción donosiana experimentan el desasosiego por la desestructuración de un escenario urbano edénico en el que actuaban como seres sociales privilegiados (o protegidos). La preocupación por no poderse ocultar de la mirada de los inclasificables y amenazantes (y futuros) vecinos sube –aquí se manifiesta la segunda forma de subversión– debido a que la invasión del espacio tradicionalmente burgués se detiene sorpresivamente: “de pronto, de un día para el otro, la construcción vecina se detuvo. […] Quedaron los tres pisos de la obra gruesa rezumando humedad, erizados de varillas de fierro que aspiraban a la mayor altura del proyecto completo. […] Un cascarón de ladrillo y cemento completamente hueco” (Donoso 99). Esta detención de la obra provoca un quiebre: se rompe el atisbo de nuevo orden que estaba a punto de instaurarse (y que a duras penas los habitantes autóctonos estaban preparándose a aceptar o, al menos, a tolerar). A partir del momento en que el riesgo de la invasión del espacio protegido se desvanece, se instaura una relación dialéctica entre la casa de la familia Castillo y el edificio de al lado; el hombre, en particular, se siente atraído por el edificio y entra en él, lo reconoce como un “espacio, que [es] pura pregunta, [y lo compara] con el espacio de su casa, que [es] pura respuesta” (Donoso 100). El edificio que tan radicalmente se aleja de las características de las mansiones burguesas (seguras, cómodas, protectoras) es una forma inconclusa, un poliedro vacío y deshabitado, esperando su tiempo y su lugar. La casa de los Castillo, en cambio, está en su tiempo y en su lugar, es un espacio lleno de recuerdos y acogedor; es un hogar que invita al refugio, un orden bien concebido, opuesto dialécticamente al edificio inconcluso, que invita al caos.

La tercera forma de subversión que plantea el cuento involucra al elemento humano: la reflexión donosiana no se centra solo en el temor de los vecinos por la presencia de ese “nuevo edificio” ahora inconcluso, sino también en la subversión del orden social establecido, debido a la presencia de otros seres, que empiezan a instalarse abusivamente en las ruinas abandonadas, creando una suerte de nuevo (des)orden: los habitantes del barrio burgués “habían oído hablar de muchachos como éste […] hombres polvorientos, trashumantes, solitarios, que recurren el mundo de un extremo al otro de a pie y nadie, ni ellos mismos, saben por qué y para qué lo hacen, tostados por todos los soles, las manos rudas pero no sucias” (Donoso 102). Uno de esos hombres, en particular, empieza a establecer un contacto con la familia Castillo: ese ser desconocido no solo es totalmente diferente a los dos cónyuges, cargado de otras experiencias, lleno de vigor y de espíritu aventurero, sino que maneja un código lingüístico diferente y por ende una cultura enigmática, que se impone como antagónica a la burguesa. La distancia está subrayada por la imposibilidad de encontrar “un terreno común de expresión” y los dos lenguajes se instauran como símbolo de la incomunicación social. La atención que Donoso pone en subrayar la dificultad de comunicación entre los dos bloques antagonistas se debe, en parte, al peso alegórico de la incomunicación lingüística y, en parte, al hecho de que el lenguaje mismo tiene un carácter ambiguo: profana la norma establecida y al mismo tiempo hace la palabra irrefutable, posibilitando a esos extraños seres la capacidad de imprecar, subvertir, transgredir, es decir, “desestructurar estructuras” estables. En suma, el lenguaje de la Otredad agrede, se expresa de forma violenta, se impone a los hechos, es hostil. La invasión, física y verbal, del Otro provoca un cambio, una permutación en el orden, como una suerte de subversión impuesta desde afuera a la estructura social vigente; es una carnavalización en términos bakthinianos: “la langue du carnaval est marquée par la logique originale des choses a l’envers, au contraire, des permutations constantes du haut et du bas” (Bakhtin 19). Esta carnavalización “desde afuera” se da por grados: primero el edificio y después los seres que lo van habitando modifican –como invasores– lo que la convención social define como estable, fijo, cerrado. A partir del momento en que la pareja burguesa permite que ese agente extraño penetre en su casa y se adueñe de ella con su violencia expresiva, se realza el acto de profanación de ese universo sagrado que es el hogar resguardado de la sociedad normalizada. La aceptación del muchacho “a-nómico” en el espacio privado de la casa y la fascinación que su caos provoca, es el acto que abre el portal entre dos mundos irreconciliables: la dialéctica orden/transformación es, en este caso, un mecanismo provocado por un deslumbramiento imprevisto, por un embeleso inesperado cuyo origen parece en principio inexplicable. Esta suerte de encantamiento provoca una doble consecuencia: por una parte, pone en evidencia la adopción por parte de la pareja de vestimentas de pordioseros y la instauración de un cambio de hábitos en sus quehaceres cotidianos, como en una especie de camouflage hacia lo bajo; por otra parte, a pesar de que el edificio está cerrado y en condiciones ruinosas, los dos se aventuran a penetrar en ese mundo vedado para ellos, el cual les atrae y al mismo tiempo repele. La ruptura de las barreras sociales se configura, así, como un deseo de incursionar en un espacio-tiempo sin códigos, utilizando el mismo disfraz de los “subversivos”. No obstante, las máscaras adoptadas no garantizan el éxito del juego de sustituciones: en cuanto transgresores de un mundo cuyas leyes desconocen y que pertenece al edificio inconcluso, los Castillo se acercan al ritual de su propia muerte, se exponen a ser juzgados sin derecho a defensa, a perderse en el laberinto de lo inexplicable. Su entrega sin resistencia remite a uno de los rasgos clave de la poética donosiana a la que se aludía al comienzo del presente apartado, es decir, la dificultad para derrumbar un modelo social basado en la semiología del orden: los personajes del mundo burgués salen de su espacio ordenado, arriesgan su vida y se ponen en juego motivados por la ilusión (cuya raíz etimológica es ludere) de trastocar el orden protector pero (quizás) in-auténtico en que han vivido.

3 Tanteos de evasión y transgresión en la narrativa de Jorge Edwards

El peso de la noche de Jorge Edwards ve la luz en Santiago en 1965: en el plano textual, la exhibición de las sendas trayectorias vitales de dos miembros de la misma distinguida y pudiente familia santiaguina permite al autor la articulación de una novela que no solo “se ocupa de la crisis de la clase alta chilena” (Franco 354), sino que efectúa un buceo en la intimidad del alma de un individuo perteneciente a una cierta clase socioeconómica y cultural, describiendo sus presuntas desviaciones a partir de la revisión crítica de los modos de vida de una aristocracia en decadencia.2 La narración se construye en torno a las historias alternadas de dos figuras masculinas: por una parte, Francisco, un adolescente silencioso que descubre la sexualidad y los encantos de la literatura, y que intenta salir de su encierro sociocultural sublevándose contra las enseñanzas coartantes de los jesuitas y las categorías éticas impuestas por su familia.3 Por otro lado, el segundo rol protagónico se le asigna a su tío Joaquín, “hombre derrotado por el alcohol y las deudas” (Navascués 643). Para la interpretación del título de la novela, paso esencial –a nuestro juicio– para efectuar una lectura analítica de las dinámicas de representación del mundo que los dos protagonistas habitan, cabría detenerse de manera propedéutica en uno de los rasgos esenciales del treintañero Joaquín: el hombre, que lleva como un estigma la marca del individuo “diferente”, corrompido por los vicios y extraviado, no es solamente un ser incapaz de amoldarse a las hipocresías y debilidades ocultas de la clase social a la que pertenece, sino que –en su predisposición a perderse en los bajos fondos urbanos poblados de prostitutas y borrachos– ejerce todo tipo de esfuerzos por sustraerse a las rigideces de los valores familiares que el estamento de pertenencia le obligaría a respetar. Su deseo de desvincularse de toda atadura que lo mantiene amarrado a los hábitos dinásticos y su interés por conocer otras dimensiones de la sociedad local son bien representados en la descripción de pequeños objetos (en este caso, un pañuelo bordado), restos aislados del peso de la tradición familiar:

La inscripción de las iniciales familiares en el hilo de las sábanas era uno de los últimos lujos de que podía sacar provecho. ¿Provecho? Más bien, la obligación de recordar ese mundo de normas rígidas gobernados por leyes tiránicas de las que, ingenuamente, creía haberse liberado; un mundo que, en un comienzo, no oponía resistencias muy tangibles a los que se alejaban de él, pero que después cerraba sus tentáculos y aplicaba sus sanciones, sin remisión de ninguna especie. Ahí estaba ese mundo, tan real como el cuerpo de María Inés, como los hundimientos de la carne en las nalgas, simbolizado y resumido en esa inscripción, que parecía crecer y presidir sobre la noche. (Edwards 107)

El sentido simbólico del título, que insiste en el rol de la noche como espacio-tiempo necesario para que el ser humano reciba su cuota nocturna de panem et circenses, se completa en el desenlace de la trama: el epígrafe del séptimo y último capítulo reza “El orden social en Chile se mantiene por el peso de la noche”, una afirmación del ministro Diego Portales y Palazuelos (1793–1837) dirigida a caracterizar el sistema plutocrático vigente en Chile: un sistema en el que la abulia de la masa inerte ante el devenir permite el mantenimiento de un orden social que se afirma como una suerte de “orden residual”, ajeno a estímulos externos y a los agentes del cambio, precario, debido a su endeble equilibrio. La inmovilidad de la realidad social chilena que Edwards subraya al rescatar la afirmación de Portales contrasta, sin embargo, con las innovaciones rupturistas que, en el plano literario, la novela plantea: El peso de la noche no solo representa un quiebre estético importante con la tradición de la novela realista vigente hasta los años cincuenta en Chile, sino que implica un alejamiento conceptual de su autor de la obra de su tío Joaquín Edwards Bello, mediante el uso del estilo indirecto libre, de los saltos temporales del relato y de la simultaneidad narrativa, separándose de los principios naturalistas e historicistas de su tío y de toda la tradición literaria del medio siglo, acercándose a los terrenos simbólicos del psicoanálisis.

Al ser Jorge Edwards un narrador que –así como recuerda Fernando Aínsa– ha sido siempre “leal a un estilo y a una temática profundamente santiaguina” (159), se aprecia en la novela una delimitación territorial del espacio de la ficción que es funcional a la representación de las distancias sociales y económicas vigentes en la época: el único escenario de la historia es una ciudad de Santiago gris y apesadumbrada, que aparentemente cumple un rol meramente decorativo, de telón de fondo para las vivencias de los personajes de la ficción. Una lectura en profundidad del texto revela, sin embargo, cómo Edwards está inaugurando en un plano literario un patrón de segregación logístico-poblacional que consolida en la ficción la repartición geosocial del territorio capitalino en función del nivel socioeconómico de sus habitantes, y que será un motivo destinado a reaparecer en obras posteriores del mismo autor, como El museo de cera (1981), La mujer imaginaria (1985) o Fantasmas de carne y hueso (1992).

El cruce del río Mapocho en dirección sur-oeste desde las zonas acomodadas del noreste urbano simboliza el tránsito hacia el espacio-tiempo de la perdición; es allí, por ejemplo, donde se ubica el prostíbulo de Irene, la meretriz de la cual Francisco se enamora; así se relata el pasaje a la orilla sur, cruzando uno de los puentes debajo de los cuales se ha establecido una comunidad de pordioseros: “sus paseos lo llevaron a veces a cruzar alguno de los puentes del Mapocho, a la altura de la estación o del Parque Forestal. Bordeaba el río, observando la actividad misteriosa de los pelusas refugiados debajo de las armaduras de hierro de los puentes, y después se internaba por calles apacibles, desconocidas para él” (Edwards 24–25). Cruzar los puentes representa no solo un descenso hacia la dimensión de lo prohibido y el pecado sino también un tránsito metafórico en tanto constituye una forma para sustraerse a las rígidas hipocresías de clase, a la vez que implica para Francisco el “riesgo” del enfrentamiento con un contexto social potencialmente peligroso, cuyo estatus de amenaza latente procede de las frustraciones, los rechazos y las discriminaciones que sus habitantes marginados padecen a diario. Superar las aguas del río, en suma, significa, por un lado, acceder al espacio de la tentación (que permite el alejamiento de las encorsetadas normas impuestas por el conservadurismo familiar), al tiempo que confirma, por otro lado, la existencia de un peligro potencial ligado a las dinámicas de segregación espacial que padecen los habitantes de la “otra orilla”. De ahí que atravesar el puente permite percibir la “sensación de foraneidad que se establece en la utilización de los espacios de la ciudad, [que] incluye una mirada negativa y distante frente a lo reconocido como ajeno, percibido muchas veces como atemorizante y violento” (Dammert 93). El burdel mugriento de la zona sur-oeste de la ciudad concede a Francisco una momentánea relajación pero no deja de ser, dentro del tejido urbano capitalino, “una aglomeración espacial […] que estaría cobrando malignidad. Más desprotegidos y relativamente menos conectados que antaño a la vida de la ciudad a través de lazos funcionales, […] un mismo nivel de segregación espacial afectaría hoy más severamente [a sus moradores]. El llamado ’efecto gueto’ parece estar abriéndose paso en forma gradual” (Sabatini & Wormald 220).

En el otro extremo, la ciudad que rodea habitualmente a Joaquín es, en cambio, la urbe de los bancos multinacionales, de los edificios de la finanza y las especulaciones bursátiles, de las altas torres-alveares de oficinas que surgen en un centro urbano sumergido en el vaho de la contaminación;4 así Joaquín observa ese fragmento de ciudad, polvoriento, inhóspito y sin embargo, familiar: “en cada descanso entre dos pisos, una ventana se abría sobre la ciudad; las calles roídas durante la jornada por el calor y por el polvo, parecían aletargarse; sus poros de cemento, ahogados en la mugre y los gases de la bencina, se dilataban y respiraban en la cama del crepúsculo” (Edwards 181). A diferencia de su tío Joaquín, cuando el joven Francisco se tambalea entre las dos orillas del Mapocho, su desplazamiento da lugar a una dinámica de contraste entre realidades antagónicas desde el punto de vista socioeconómico, contraste que Edwards retomará, años después, en El museo de cera (1981), cuando el Marqués de Villa Rica percibirá la necesidad de franquear la frontera invisible que lo separa de otro mundo posible, y abandonará las máscaras de su ambiente reaccionario para descubrir una nueva forma de plenitud en la orilla sur de la ciudad. Ambos, tanto Francisco en El peso de la noche como el Marqués en El museo de cera, ambicionan a una huida del “otro lado” para sustraerse a la norma, que es

el reflejo de un dado modelo de orden sobre los comportamientos humanos. La norma indica cómo actuar en modo correcto en una sociedad ordenada, transfiriendo […] el concepto de orden al lenguaje de las elecciones. La elección de un dado orden circuncscribe la gama de los comportamientos tolerados, privilegiando y considerando normales determinados esquemas de conducta y liquidando todos los otros como anormales. Con “anormal” se define el alejamiento del modelo elegido; eso se convierte en “desviación”. (Bauman 2008, 14)

La estructura espacial de Santiago, basada en un “modelo de segregación a gran escala”, no solo ha históricamente favorecido la elección de un “dado orden”, delimitando la gama de los comportamientos tolerados y aceptando como normales solo determinados esquemas de conducta, sino que ha mostrado tradicionalmente un aspecto que El peso de la noche refleja con fidelidad: una planificación razonada que “parece estar contribuyendo especialmente hoy a agravar [los problemas de orden social]. La geografía de oportunidades ha pasado a ser una variable crítica de la sobrevivencia de los más pobres bajo el contexto de precarización del empleo […], la inseguridad laboral y una desigualdad social marcada y persistente” (Sabatini & Wormald 220). Lo que es interesante observar es cómo, al regresar al “espacio de la seguridad” de la orilla nor-oriental, las influencias invisibles de los seres humanos que pueblan el otro lado siguen presentes a la distancia: de retorno, franqueado el limes simbólico del río, a las vivencias se sustituye el recuerdo, y este se hace no solo borroso sino monstruosamente irreal, pues los habitantes de la “orilla maldita” pierden simbólicamente sus rasgos humanos y se convierten –en la imaginación exaltada del joven– en fieras agresivas. En el viaje onírico que Francisco cumple, el recuerdo que el joven reelabora, en un estado de casi-vigilia, de su primer acceso al prostíbulo permite vislumbrar en él una asociación mental inconsciente entre pobreza y agresividad; así se describe la transmutación de la mujer destinada a recibir a los clientes del prostíbulo: “la empleada de la casa del otro lado del río era un gato con una boca enorme, redonda, llena de dientes, y a veces la voz de Irene parecía escucharse detrás de un tabique, pero detrás de ese tabique solo había un cuarto con plumeros, tarros y escobas” (Edwards 70). El modelo de segregación urbano santiaguino muestra en estos ejemplos sus fisuras, puesto que franquear el límite representado por el río Mapocho no solo resulta una operación sencilla y realizable a diario, sino que confirma la imposibilidad de desactivar las prácticas de interacción social entre las dos orillas, confirmando una intuición que Henri Lefebvre resúme así: “las relaciones sociales continúan ganando en complejidad, multiplicándose, intensificándose, a través de las contradicciones más dolorosas. La forma de lo urbano, su razón suprema, a saber, la simultaneidad y la confluencia no pueden desaparecer. La realidad urbana, en el seno mismo de su dislocación, persiste” (100). Parece viable leer el estado de desorientación y de miedo que las imágenes distorsionadas provocan a la luz de la intensificación de las contradicciones dolorosas a las que alude el filósofo francés: la distorsión monstruosa de los seres de la otra orilla podría, así, interpretarse como una marca característica de la producción narrativa chilena vinculada al ascenso de la Generación del ’50; de hecho, la literatura originada por esos intelectuales es definida por José Promis con el término “Novela del escepticismo” y pone en evidencia –entre otros rasgos– la tendencia a presentar narradores “marcados por una herida, incapaces de liberarse de las condiciones destructoras que los marcaron. […] Narradores que contemplan desde una situación de ajenidad el mundo que se desenvuelve a su alrededor” (Promis 173). Una ajenidad que se intenta desentrañar a través de un discurso semiológico de transformación capaz no solo de derrumbar las fronteras espaciales, sino también de poner en tela de juicio, aunque sea de forma solo temporánea, todo discurso monolítico sobre la unicidad de la identidad subjetiva.

4 Alegoría de la mixofobia de la sociedad normalizada en Diego Muñoz Valenzuela

Se analiza en este tercer apartado el cuento “Cruzar la calle”, texto breve del escritor Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, 1956), miembro de la promoción de autores nacidos entre 1950 y 1964, que integran la llamada Generación de los ’80 y que empiezan a afirmarse en el contexto literario nacional en la segunda mitad de dicha década (pensemos en nombres como los de Pía Barros o de Sonia González, entre muchos otros).5 Se trata de una generación que no ha vivido las mismas experiencias de la Generación de los ’60 (los Novísimos), que incluía a autores nacidos entre 1935 y 1949 y que habían empezado a publicar durante la inquieta y palpitante época de Salvador Allende. Mientras los miembros de la generación de los Novísimos vieron, siendo ya adultos, cómo el sistema democrático se derrumbaba bajo la violencia del régimen de Pinochet, los autores de la Generación de los ’60 (y así Muñoz Valenzuela) vivieron el golpe militar cuando aún eran adolescentes y tuvieron que formarse literariamente bajo la dictadura. Por consecuencia, se vieron obligados a construir su propio discurso artístico-literario apoyándose en el uso de metáforas y a “elaborar su escritura de forma casi secreta, en revistas de corta vida, con un lenguaje a menudo sesgado y alusivo, sobreviviendo y reinventando historias en medio de una profunda crisis social y rodeados por un hábitat de represión y miedo, aislados en un país antes muy abierto al mundo” (Manera 270). El uso obligado de un lenguaje sesgado y alusivo se une en la obra de Muñoz Valenzuela a la continua tensión hacia la reconstrucción alegórica del “hábitat de represión” de aquellos años; en efecto, el primer elemento por destacar en “Cruzar la calle” es la ubicación espacial: los eventos narrados se colocan en el recinto cerrado de un manicomio. Ya a partir de esta primera definición del espacio, es posible establecer una relación dialéctica con otras “comunidades clausuradas de connotación alegórica” de la narrativa chilena del siglo XX y en particular de la producción donosiana (piénsese, por ejemplo, en La Rinconada y en la Casa de los ejercicios espirituales de la Chimba, ambas descritas en El obsceno pájaro de la noche).

La narración de Muñoz Valenzuela se construye en torno a dos ejes: en primer lugar, el texto se apoya en una estructura alegórica que recupera el uso de la máscara como herramienta clave para llevar adelante una suerte de carnavalización del sistema social, pero de una manera distinta de la que describe Donoso en su nouvelle. En segundo lugar, la lectura alegórica que plantea el autor articula también un sistema de oposiciones entre categorías humanas: este sistema, sin embargo, ya no establece barreras fundadas en la distancia socioeconómica, sino que refleja un estado de segregación fundamentado en lógicas de discriminación de naturaleza político-ideológica. Para comprender esta dinámica, cabría detenerse en el análisis de los dos bloques de personajes. La primera agrupación la componen los supuestos “locos”, es decir, un conjunto de hombres que viven encerrados en un centro para enfermos mentales en una ciudad que no se nombra. En el texto los intercambios entre los personajes que habitan este espacio cerrado acontecen a través del uso de apodos: se trata de una modalidad que crea nuevas identidades onomásticas que aluden a personalidades destacadas de la historia y la cultura universal; así, los hombres allí encerrados pierden su identidad patronímica y se convierten en Van Gogh, Fidel, Nureyev, Sandokan, Proudhon, o Descartes. El uso de apodos representa una sustitución que propone un discurso de impostura, tal como ocurre en los textos donosianos, pero esta vez la impostura está basada en la adopción de una máscara no física, sino creada a partir de un trompe-l’oeil de la identidad. El segundo bloque de personajes debería reflejar la presunta “normalidad”, una sociedad anónima que representa el marco humano silencioso e invisible de la narración: se trata de un contexto social cuyos miembros se encargan de establecer, de forma unívoca y unilateral, las normas que marcan el límite entre la cordura y la dimensión de la locura. No es necesario insistir en que los rasgos esenciales de estos seres remiten, en su modalidad alegórica, a los esgrimidos por la oligarquía tradicional. Finalmente, la voz que narra la historia es la de un personaje testigo que participa activamente de los eventos ficcionales y que se autodefine “individuo de aspecto de pequeño burgués próspero” (Muñoz Valenzuela 131). Su postura es, pues, casi equidistante de los dos bandos, lo cual debería garantizar al lector una cierta dosis de honestidad en la transmisión de la información.

El texto plantea una revisión de la norma establecida por la “sociedad cuerda”, puesto que el propio narrador nos informa de que uno de los personajes, Roberto, es “de los que va a internarse por sus propios pies y por su propia voluntad. Cuando siente que algo anda mal en su sesera, hace la maleta y cruza la calle” (Valenzuela 129). Hay aquí una inversión lógica que es esencial para la interpretación del cuento: se trata de una alteración de la percepción de la locura; es decir, el ser que se quiere etiquetar como “loco” surge como una figura visionaria, se alza como un ser ultra-sensible y lúcido cuya inspiración ilumina el camino de la sensatez y de la sensibilidad. Ahora bien, si la voz de la locura se aproxima “a la voz del poeta, ambos discursos son afines con un modo de conocimiento en el que el saber está ligado a la iluminación: uno y otro ven y dicen lo que los demás no” (Manzoni 18). Es precisamente en este “saber iluminado” donde reside el mensaje del relato: una vez reestablecido el orden democrático después de la larga etapa de la dictadura militar, el peligro para la sociedad del nomos reside en que el precario orden social (no está de más recordar que el cuento se ubica cronológicamente a comienzos de los años noventa) pueda ser nuevamente quebrantado por subversivos que es necesario enjaular, debido a su capacidad para ver y sentir con más lucidez. Siguiendo esta lógica, los “locos” vendrían a coincidir con aquellos sectores progresistas partidarios de un nuevo, peligroso cambio social. La creación de barreras de protección, es decir, la necesidad del encierro en el manicomio representaría entonces una alusión alegórica a la defensa y protección preventiva de los privilegios de casta. El compartimento social ubicado en el “afuera normativo”, perteneciente a la “presunta normalidad”, representa el espacio institucionalizado, prescriptivo y autoritario, volcado hacia la preservación de la inmovilidad sociohistórica (tal como ocurre en Donoso, en Edwards y en el teatro realista chileno, por ejemplo, el de Egon Wolff). Su significación remite a la sociedad normalizada y reglamentada que se propone aislar, con el fin de controlarlos, a los potenciales elementos subversivos que contravienen las normas sociales fundadas sobre la jerarquización atávica del sistema sociopolítico nacional. El encierro en el manicomio es una forma de represión que repite, doscientos años más tarde, el esquema del control coercitivo del sujeto peligroso, que se llevó a cabo con la Revolución industrial, cuando –en palabras de Bauman– las masas “fueron arrancadas de su rígida rutina antigua (la red de interacciones comunales gobernada por el hábito) para ser introducidas a la fuerza en una rígida rutina nueva (la de la fábrica gobernada por el trabajo regulado), donde su represión podía servir mejor a la causa de la emancipación de sus represores” (Bauman 2009: 20–21). En el cuento, la nueva rutina vendría a ser la del manicomio gobernado por un nomos que la plantilla de médicos y enfermeros ha establecido para los internados. La finalidad genuina y manifiesta de esos individuos que detentan el poder es la de desmontar toda actitud de antagonismo hacia el sistema, a través del encierro forzoso de los sujetos amenazadores. No obstante, en el texto la acción de despojar de su individualidad a esta categoría humana potencialmente peligrosa pierde de intensidad: las fuerzas armadas (los enfermeros) se encuentran desautorizadas y se demuestran ya incapaces de mantener el orden represivo que había estado vigente en los años de la dictadura. Y sin embargo, pese a la desautorización incipiente, la sociedad normalizada necesita evitar la subversión-carnavalización del sistema. La ceremonia de las máscaras se percibe, desde el Poder, como una amenaza porque refleja una suerte de “capacidad de revivir”, que lleva a su vez a la posible definición de estrategias de reescritura y de reconstrucción de lo real a través de narraciones alternativas. Y esto ocurre porque “la capacidad de revivir se hace posible a partir de narraciones y re-narraciones que marcan la historicidad de la acción que nos interesa interpretar, y que a la vez nos permiten rescatar, a través de la imaginación, el pasado como potencialidad” (Herlinghaus 155). Impedir la carnavalización del sistema social significa entonces, para el bloque de los represores, ponerse (y lograr) dos objetivos: por un lado, impedir todo tipo de elaboración de narraciones alternativas (las re-narraciones a las que alude Herlinghaus), es decir, toda forma de estallido violento, en el marco de la estructura social que sigue el nomos, de parte de sus miembros “a-nómicos”. Eso, para bloquear de antemano cualquier mecanismo de sublevación violenta, puesto que “la violencia implementa formas extremas de socialización intergrupal, funciona dentro de lógicas que el status quo no puede absorber, ni resolver, ni comprender. Redefine ideas de lealtad grupal, de éxito, poder y valor personal, creando una adecuación otra entre medios y fines” (Moraña 182–183). El segundo objetivo es una mera consecuencia del primero, es decir, se trata de estorbar todo proceso que lleve a la redefinición de ideas de lealtad grupal que creen una adecuación otra, incomprensible y alternativa entre medios y fines: para conseguir este objetivo, es necesario evitar que fuera del espacio cercado del manicomio se desarrolle una transformación estructural subversiva que modifique lo que la convención define como estable, fijo y pre-ordenado. Y esto se logra con el encierro del sujeto “a-nómico” en estructuras cerradas y cercadas. La manera que los habitantes del espacio cerrado tienen para sustraerse a este control es la adopción del juego: tal como se ha adelantado, se trata de un proceso que multiplica al sujeto y que permite trasvases entre sus máscaras, que es precisamente lo que ocurre en el pasaje del nombre al apodo. Se hace posible conceptualizar el juego como un lenguaje simbólico: el ser humano (el presunto “loco”) accede a una modalidad de poder simbólico que le consente actuar en un espacio de libertad paralela. Esta “libertad del juego” es ejercida dentro de un sistema de control que concede –a la manera de los carnavales medievales– reductos espacio-temporales limitados y controlados, para el ejercicio de las sustituciones lúdicas. La ceremonia de los locos que se describe en “Cruzar la calle” es la que refleja un carnaval inofensivo, de rasgos defensivos: resulta inofensivo por su mismo carácter lúdico, puesto que “el carnaval no constituye una transgresión cultural, sino solo un jugar a la subversión” (Gutiérrez Mouat 32); y es también defensivo porque protege (durante un tiempo variable) a sus protagonistas del espacio prescriptivo autoritario de la sociedad normalizada. A su vez, la sociedad del nomos se protege del peligro del Otro encerrándolo en estructuras que remiten a modernos panópticos; y el Otro a-nómico se protege del autoritarismo represivo defendiéndose a través del juego de las máscaras/apodos. En fin, en el texto se hace patente la idea del carácter perverso del Poder que es aún más aplastante cuando se declara “permisivo” (se les permite jugar): la represión se ha vuelto ubicua, invisible, y la única forma de protegerse es el juego inofensivo (que puede incluso leerse como una alusión sutil a la sociedad hedonista y consumista del capitalismo tardío).

5 Fantasías y satisfacción parcial en los dos lados del cristal: un cuento de Andrea Jeftanovic

En esta cuarta sección se centra la atención en el volumen de relatos que Andrea Jeftanovic ha publicado en 2011 bajo el título de No aceptes caramelos de extraños.6 Se trata de una recopilación que incluye once cuentos marcados en su mayoría por una prosa que reflexiona sobre la ambigüedad que se oculta detrás de toda relación humana marcada por la distancia. Nuestro análisis se concentra, en particular, en el cuento “La desazón de ser anónimos”, un texto en el que el proceso de construcción y destrucción de barreras que separan a los dos protagonistas ya no se apoya en los patrones de segregación logístico-poblacional que habían caracterizado las ficciones de Donoso y Edwards. Jeftanovic se aleja de los moldes narrativos centrados en reflejar la repartición geosocial de los grandes centros urbanos chilenos en función del nivel socioeconómico de sus habitantes y construye, en cambio, un hilo narrativo en que la edificación de barreras está casi totalmente desvinculada de los enfrentamientos dicotómicos de carácter económico y social de la narrativa de la generación anterior. En una ciudad de altos edificios acristalados, un hombre y una mujer, ambos jóvenes, ambos asomados a las ventanas de sus sendos pisos ubicados en dos edificios enfrentados, inauguran un juego de miradas que pronto se vuelve un ejercicio de seducción mutua. El marco social en el que tiene lugar este “encuentro a distancia” es el de una ciudad en que cada ser humano representa una entidad autónoma y aislada, cuya identidad acaba desligada de toda red de integración: el escenario de la trama coincide con el de una “ciudad fractal o fragmentada que supone que aquello que debería tener un funcionamiento global ha estallado en múltiples unidades; es decir, no existe una unificación del conjunto urbano. Peor aún, sumado a la carencia de unión territorial, se evidencia una falta de sentido de identidad que integre a aquellos que habitan la ciudad” (Dammert 89). En este contexto de aislamiento, la práctica de seducción se convierte en una verdadera conducta de voyeurismo activo en que ambos protagonistas participan del progresivo desaparecer de todo freno:

Nos quedamos paralizados, mirándonos fijamente. La oscuridad de esa noche cortada por la luz de nuestros dormitorios. No sabía qué hacer mientras tú movías los labios en un críptico llamado. En un movimiento seco te despojas de la toalla, das un paso hacia adelante, quedado a unos centímetros del ventanal. Yo hice lo mismo. Antes que nada, nos reconocimos. Tu cuerpo bosquejado en líneas, achurado con luces y sombras. A la lejanía, tu cuerpo flamea. Es incómodo sentir que me investigas con curiosidad; imaginar que intentas, al igual que yo, memorizar las formas. (Jeftanovic 82)

En un momento, los amantes a distancia llegan a masturbarse el uno enfrente de la otra, posiblemente a la vista de los vecinos, casi como en una representación teatral. Separados por la doble barrera del cristal de la ventana y de los metros cúbicos de aire que dividen los dos edificios, ambos jóvenes muestran una suerte de satisfacción narcisista, y no debería aquí entenderse el adjetivo “narcisista” en el sentido negativo, sino como término clínico vinculado con el miedo. La distancia física entre los dos permite el disfrute de una satisfacción incompleta pero a la vez perfecta. La perfección paradójica que se anida en los gestos de ambos reside en un sentir íntimo que remite a un modelo por el que el individuo lleva a cabo una suerte de ejercicio autoerótico (“me hago solo/a lo que me gusta”). Y experimenta un estado de ardor sensual no a través del contacto con el otro cuerpo, sino por el hecho de sentirse observado. Lo que excita a cada uno de los dos actores –separados en el espacio e incomunicados en el plano acústico– es la mirada del otro, como si la fuente verdadera de la excitación estuviera en verse reflejado/a en los gestos del Alter. La actitud de ambos frente a este estímulo visual posibilita la aplicación a los dos amantes virtuales del modelo lacaniano del estadio de espejo: sostenía Jacques Lacan que los niños pequeños, cuando todavía no manejan bien sus propios cuerpos y no tienen la sensación de integridad vinculada con el autodominio de funciones motrices y fisiológicas, ceden ante la ilusión de la integridad que ofrece la propia imagen en el espejo. Podríamos así preguntarnos si no serían acaso los amantes del cuento como espejos la una para el otro: la mirada del Otro vendría a ser algo que protege y salva de la fragmentación de la propia vida, como una contemplación especular que da coherencia.7

Los dos protagonistas no pueden hablarse ni oírse, se encuentran en los lados opuestos del cristal, no hay contacto táctil entre ellos: es precisamente esta ausencia del tacto y de la comunicación lo que provoca su insana satisfacción, pues cada uno encerrado en su reducto, no vive la experiencia de una posible decepción, sabe que no habrá dolor, como ocurre en cambio en todo “amor líquido”. Tanto el hombre como la mujer están libres de crearse sus respectivas imágenes, fantasearse mutuamente, imaginar la vida del otro/a siguiendo las pautas de su propia imaginación: “¿Tienes una nueva cicatriz en la espalda baja? ¿Qué pasó entre la espalda y los glúteos? ¿Una enfermedad grave o un accidente de infancia? […]. La verdad, nunca nos hemos invadido preguntándonos cosas desde el balcón. No sé tu nombre ni tu edad, lo que haces o cómo hueles […]. Sé que me perteneces, que existes una vez al mes, y que es eso o nada” (Jeftanovic 87). Inmediatamente después de esta reflexión del protagonista masculino, tiene lugar un momento de ruptura en el texto que coincide con la decisión del hombre de actuar de forma diferente, cuando sintió que “había algo especial, distinto” y comenzó a “hacer unas señas desesperadas” a su compañera del otro lado de la barrera de cristal: se trata de un gesto espontáneo, como si uno de los dos actores del ceremonial quisiera salirse del ritual, alejarse del esquema que se había ido consolidando entre ambos a lo largo de los meses. La reacción de la mujer, sin embargo, refleja su “miedo a revelarse”: la joven corre la cortina. Lo que es importante observar es que en este gesto de cierre no se vislumbra solo “el miedo a revelarse”, sino también el temor a aceptar la que podríamos definir como “la otredad del otro”: antes el hombre se limitaba a repetir los gestos de ella, ahora improvisa algo espontáneamente, es decir, algo suyo, propio. Ante un gesto espontáneo que quiebra lo tácitamente pactado, la actitud de la mujer remite a un modelo humano que busca un viaje de autoexploración concebido y emprendido individualmente: romper los esquemas significaría, en cambio, someterse al riesgo de mostrarse, al peligro de exponerse al Otro, y esto conllevaría a su vez doblegarse a la contingencia de lo imprevisto, es decir, a la inseguridad de lo incontrolable. En este sentido, la postura de ambos personajes remite al temor de la propia exposición, un estado que provoca inseguridad y expone al riesgo de probar vergüenza por como uno/a es, según un modelo que Nancy McWilliams resume así: “What narcissistic people of all appearances have in common is an inner sense of and/or terror of, insufficiency, shame, weakness and inferiority” (179). Toda la estructura narrativa del cuento está pensada para representar a dos seres humanos que plantean una suerte de secesión voluntaria, en que el placer se asocia ineludiblemente a la exigencia de no someter sus fantasías eróticas a la prueba de un encuentro real. Los dos jóvenes son como dos “seres fugados”, según la terminología de Bauman, es decir, dos sujetos

ávidos de la compañía de otros huidos como ellos. […]. El único atractivo del exilio auto-elegido es la ausencia de compromisos, y en particular de compromisos a largo plazo del tipo que limita la libertad de movimientos en una comunidad con su confusa intimidad. Una vez que los compromisos son reemplazados por encuentros fugaces, por pausas hasta nuevo aviso o de una noche (o un día), uno puede suprimir del cálculo los efectos que las propias acciones pueden tener en la vida de otros. (2009: 47)

El exilio auto-elegido que delinea Jeftanovic ya no es el de las comunidades cerradas estrechamente vigiladas por guardas u otros medios defensivos que describía Donoso en textos como Casa de campo (piénsese en las altas rejas que rodean la mansión) o en “Los habitantes de una ruina inconclusa”, o que remite a las mansiones señoriales de la burguesía de Edwards, o al manicomio de Muñoz Valenzuela. Sin embargo, la narración propone en su desenlace una verdadera vuelta de tuerca: en la escena final la joven mujer aparece en la puerta del apartamento del narrador. Desde su lado de la frontera, la joven percibe la seducción de otra vida alternativa, en que ponerse en juego: el momento del encuentro no es solo un instante necesario para el suspenso narrativo, sino el punto de ruptura en que la distancia se anula y se hace posible la transgresión, porque es ahí cuando por fin aparece el Otro, como cuerpo, como materia sólida, con todo el peso de su otredad. Y ese Otro/a es en realidad un desconocido, un ser anónimo que al mismo tiempo está hecho de carne y hueso (recuérdese que el narrador había confesado desconocer hasta ese momento el olor de la mujer). La ruptura de las barreras de protección destruye a los seres humanos asépticos y crea dos individuos concretos, tangibles, que pueden incluso provocar desazón.

No es secundario observar cómo el detonante del paso hacia el Otro que da la mujer es un evento trágico: un vecino se suicida lanzándose del undécimo piso. Este gesto extremo que anticipa el momento de la ruptura de las barreras puede interpretarse como el empuje que lleva a romper la condición de encierro, como si hubiera aparecido –en el espacio que separa a los dos protagonistas– un miedo más grande al miedo a la otredad. Tal como ocurre en el conocido microrrelato de Gabriel García Márquez, “El drama del desencantado”, en que el suicida –en los breves instantes antes de reventarse contra el pavimento de la calle– cambia por completo su concepción del mundo y llega a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre valía la pena de ser vivida, del mismo modo, los dos amantes de “La desazón de ser anónimos”, parecen llegar a una conclusión parecida. Solo que lo logran a tiempo. Ambos sienten que la Otredad merece ser no solo admitida, sino también tocada y hasta vivida.

6 A manera de breve conclusión

En la aceptación de la necesidad de involucrarse que se describe en “La desazón de ser anónimos” se refleja una modalidad de interacción social que enlaza con la producción teatral chilena del siglo XX y que remite, en particular, al modelo máscara-rostro del ya mencionado dramaturgo santiaguino Egon Wolff (1926–2016): se trata de una búsqueda basada en un esquema dual, en el que la máscara representa la cara pública, exterior y superficial del ser humano, una “protección necesaria” que el sujeto utiliza cuando se enfrenta a la sociedad: es la cara que exhibe en su espacio tradicionalmente burgués la “gente de toda la vida” a la que alude Donoso; es el rostro que muestran los habitantes de las zonas acomodadas del noreste urbano santiaguino, descritos por Edwards como seres cautivos de sus anquilosadas hipocresías de clase; es la sociedad del nomos que esboza Muñoz Valenzuela, cuyos miembros se protegen del peligro del Otro encerrándolo en espacios prescriptivos autoritarios; es, finalmente, el conjunto de juegos de espejos que involucra a un Otro que atrae y da miedo al mismo tiempo, como en el caso del cuento de Jeftanovic.

Frente a la exterioridad de la máscara, el rostro coincide con la interioridad auténtica del ser y representa su verdadera e íntima personalidad, sus deseos más ocultos. Los textos de Donoso, Edwards, Muñoz Valenzuela y Jeftanovic, así como el conjunto de la producción teatral de Wolff, proponen una indagación, en el plano artístico, que se impone llevar al plano textual la representación de un despojo: son narraciones que plantean al lector un procedimiento mediante el cual una cierta categoría de personajes abandona la máscara (su cara oficial, cargada de apariencia, pero también de miedos) para alcanzar la progresiva revelación de la cara verdadera que se oculta debajo del simulacro (los íntimos deseos que rompen la barrera del miedo). La búsqueda de ese abandono –a veces exitoso, otras frustrado– se lleva a cabo en contextos socioculturales cambiantes: las barreras sociales claramente definidas que se describen en el texto de Donoso (dominado por la desestructuración de un escenario social privilegiado y carcomido) y en el de Edwards (donde el cultivo de la ajenidad pone en tela de juicio los discursos monolíticos sobre la unicidad de la subjetividad) sufren una difuminación paulatina. Los puntos de inflexión de este proceso se encuentran primero en el relato de Muñoz Valenzuela (donde la lectura alegórica construye un sistema de oposiciones que no establece un limes fundado en la distancia socioeconómica, sino en lógicas discriminatorias de carácter político-ideológico) y acaban confirmándose en el cuento de Jeftanovich, donde la mirada del Otro se constituye en ancla de salvación para el yo, como una mirada especular pero ya no antagónica.

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Promis, José (1993): La novela chilena del último siglo. Santiago de Chile: Editorial La Noria.

Sabatini, Francisco & Guillermo Wormald (2008): Santiago de Chile bajo la nueva economía (1980–2000). En: Alejandro Portes, Bryan Roberts & Alejandro Grimson (eds.) Ciudades latinoamericanas. Un análisis comparativo en el umbral del nuevo siglo. Buenos Aires: Prometeo Libros.


  1. La extensa trayectoria literaria de José Donoso se inaugura, en cuanto a las novelas, con la publicación de Coronación (1957), a la que siguen Este domingo y El lugar sin límites (ambas de 1966). Uno de los textos clave de la ficción donosiana, El obsceno pájaro de la noche ve la luz en 1970, y en esa misma década de los setenta se publican también Tres novelitas burguesas (1973) y Casa de campo (1978). La década siguiente es la más prolífica en términos de producción narrativa, pues Donoso da a la imprenta La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1980), El jardín de al lado (1981), Cuatro para Delfina (1982) y La desesperanza (1986). En los años noventa el autor santiaguino publica Taratuta/Naturaleza muerta con cachimba (1990), Donde van a morir los elefantes (1995) y El Mocho (en edición póstuma de 1997). Finalmente, Lagartija sin cola sale, también póstuma, en 2007. En lo que se refiere a la narrativa breve, la cuentística de Donoso es anterior a la producción novelesca y se inaugura ya en los años cincuenta, con la publicación de Veraneo y otros cuentos, que ve la luz en Santiago en 1955. El año siguiente, siempre en la capital chilena, se publica el volumen Dos cuentos, que contiene «Ana María» y «El hombrecito». En 1960 la Editorial Nacimiento, siempre en Chile, publica El charleston, mientras que la catalana Seix Barral publica en Barcelona la recopilación Cuentos, en 1971. Finalmente, no se puede cerrar este breve apartado bibliográfico sin mencionar los dos libros de memorias del autor, Historia personal del boom (1972) y Conjeturas sobre la memoria de mi tribu (1996), textos clave para la comprensión de las dinámicas que dieron lugar a la difusión a nivel planetario de la literatura hispanoamericana, vistas desde dentro.↩︎

  2. La edición que se ha utilizado para el presente estudio ha sido revisada por el autor en el año 2000 y publicada en el mismo año por la editorial Tusquets de Barcelona. Todas las citas hacen referencias a esta edición. Limitando nuestro examen a la sola producción novelesca de Edwards, observamos cómo su actividad se inaugura con El peso de la noche (cuya primera edición se remonta al 1965), y se extiende hasta nuestros días según el desarrollo siguiente: Persona non grata (1973), Los convidados de piedra (1978), El museo de cera (1981), La mujer imaginaria (1985), El anfitrión (1988), El origen del mundo (1996), El sueño de la historia (2000), El inútil de la familia (2004), La casa de Dostoievsky (2008), La muerte de Montaigne (2011).↩︎

  3. Una muestra emblemática de las enseñanzas hipócritas que los jesuitas del colegio transmiten a diario a Francisco aparece al final de la novela, cuando el joven, ya en el umbral de la iglesia donde está a punto de celebrarse el funeral de Misiá Cristina, se ve obligado por su madre a confesarse y reflexiona sobre el sentido mismo de la confesión: “‘Si no se logra un arrepentimiento efectivo, basta el propósito de arrepentirse’, había dicho el padre Fernández. El arrepentimiento no llegaba en ninguna forma. ¿Y en qué consistía el propósito de arrepentirse, sin arrepentimiento?” (Edwards 203).↩︎

  4. La concentración en una zona urbana restringida de los “edificios del poder”, modernas torres acristaladas basadas en el modelo norteamericano, ha sido un elemento constante en la tradición urbanística santiaguina hasta hace pocas décadas, incluyéndose la etapa histórica en que Edwards redactó El peso de la noche. Esta concentración determinó una tendencia a la “auto-segregación hacia arriba” que solo en los últimos años está atenuándose; en este sentido, señalan Francisco Sabatini y Guillermo Wormald que “si antes, por razones tanto materiales, simbólicas como de funcionamiento de los mercados del suelo, los proyectos modernos fueron concentrándose en una suerte de cono geográfico con vértice en el Centro y dirección hacia el nor-oriente, ahora ello ha dejado de ser necesario” (248).↩︎

  5. La trayectoria literaria de Diego Muñoz Valenzuela permite identificar una triple vertiente de desarrollo: por un lado, la frecuentación del género novelesco se concreta –hasta la fecha– en tres títulos, los primeros dos de los cuales ven la luz en la década del ’90 del siglo XX. Se trata de Todo el amor en sus ojos (1990) y de Flores para un cyborg (1996, novela ganadora del Premio del Consejo Nacional) a las que sigue Las criaturas del cyborg publicada en 2010. Una segunda línea creativa (primera en términos cronológicos), en estrecha conexión con la antes mencionada, se vincula con el género de la narrativa breve: este ámbito incluye una asidua y constante frecuentación tanto del cuento clásico, como de la microficción, a la que el escritor se dedica ya a partir de los años de la facultad. Es así que ya en la década del ’80 ve la luz la recopilación de cuentos Nada ha terminado, a la que siguen Lugares secretos (recopilación de cuentos, de 1993), Ángeles y verdugos (recopilación de microcuentos, de 2002), Déjalo ser (recopilación de cuentos, de 2003), De monstruos y bellezas (recopilación de cuentos, 2007), Microcuentos (un libro virtual con ilustraciones de Virginia Herrera, 2008), Las nuevas hadas (microrrelatos fantásticos, de 2011), Breviario mínimo (microrrelatos con ilustraciones de Luisa Rivera, de 2011) y El tiempo del ogro, de 2017. Paralelamente a la actividad de creación, Muñoz Valenzuela desempeña un rol activo en la promoción de las nuevas generaciones de cuentistas chilenos: destacan la curatela y la edición, junto con Ramón Díaz Eterovic, de cuatro antologías de cuentística de narradores de su país; se trata de Contando el cuento (1986), La joven narrativa chilena (1989), Andar con cuentos (1992) y Cuentos en dictadura (2003).↩︎

  6. La bibliografía de Andrea Jeftanovic incluye tanto novelas como recopilaciones de cuentos, ensayos y entrevistas; en el marco del primer conjunto se recuerdan Escenario de guerra (2000) y Geografía de la lengua (2007). En cuanto a los libros de relatos, en 2006 ve la luz Monólogos en fuga, al que sigue, en 2015, el volumen No aceptes caramelos de extraños, al que pertenece el relato que se presenta en estas páginas. En 2009 había salido el libro de entrevistas y testimonios titulado Conversaciones con Isidora Aguirre, que había precedido el ensayo Hablan los hijos, de 2011. Finalmente, en 2016 se publica en Barcelona el volumen de crónicas ficcionales Destinos errantes.↩︎

  7. Para profundizar en el modelo lacaniano al que se acaba de aludir, se sugiere la lectura de “El estado del espejo como formador de la función del yo, tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica”, en Jacques Lacan, Escritos I, México, Siglo XXI, 2009, pp. 99–105.↩︎