Verbum Analecta Neolatina XXII, 2021/1

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En la segunda década, y a principios de la tercera del siglo XXI, sin duda, estamos viviendo momentos difícilmente determinables de un proceso, un cambio, quizás incluso una crisis que ha surgido de la cada vez más intensa presencia de la tecnología, de internet y una serie de novedades que esto implica en nuestra vida cotidiana. Una de las consecuencias de todo esto, en palabras de Rosi Braidotti, es que “necesitamos proyectar nuevos esquemas sociales, éticos y discursivos de la formación del sujeto para afrontar los profundos cambios a los que nos enfrentamos”, (19) y esta cuestión plantea “una serie de preguntas en torno a la estructura misma de nuestras identidades compartidas.” (9) En las últimas décadas hay mucha discusión en torno a la problemática de cómo modifica la presencia de las posibilidades que brindan las plataformas digitales nuestras relaciones humanas, nuestra comunicación, e identidad. Estas discusiones se realizan dentro del marco de varias disciplinas científicas como la sociología, la antropología, la psicología, o la historia, pero también se está convirtiendo en tema recurrente de textos literarios. La última novela de Samantha Schweblin, titulada Kentukis, es una estampa interesante e inquietante del aspecto humano de dicha situación, presentada a través de encuentros virtuales especiales en el sentido de que el espacio virtual en este caso es la realidad de otra persona que hace posible un software, una aplicación que conecta a dos personas al azar.

El objetivo de este trabajo es observar, en la novela en cuestión, cómo esta especie de vida extendida o encuentros virtuales afectan el comportamiento, las actitudes, las relaciones de los personajes. Para ello plantearemos las siguientes preguntas:1

  1. qué tipo de fronteras implican las relaciones que se establecen, cómo se marcan los límites, cómo se crean los espacios entre virtualidad y realidad donde se producen estas nuevas formas de relacionarse o conectarse,

  2. qué aspecto, qué tipo de desigualdades implican las relaciones o conexiones entre los personajes en el ciberespacio que en principio facilita condiciones iguales para los usuarios, y

  3. qué tipo de identidades nacen o cómo se transforma la manera de pensar sobre la identidad en este nuevo contexto creado a través del medio ficticio llamado kentuki que en muchos aspectos se asemeja a las aplicaciones de redes sociales que estamos usando diariamente millones de personas en todo el mundo.

Antes que nada, queremos llamar la atención a que a nuestro entender no se trata de una novela de ciencia ficción, al menos, nuestra lectura deja fuera de consideración las relaciones que el texto pueda tener con dicha categoría. Consideramos importante esta delimitación porque los aspectos propuestos para el análisis pierden peso si encasillamos el texto como sci-fi, y serían otros elementos que remarcaríamos si nuestro interés fuera una interpretación centrada en cierta especulación sobre el futuro.

El libro de Samantha Schweblin, titulado Kentukis, empieza con dos lemas, de los cuales el segundo, una cita de Ursula K. Le Guin dice lo siguiente: “Nos contará usted de los otros mundos / allá entre las estrellas / de los otros hombres / de las otras vidas?” (Schweblin 7) Aunque esas palabras podrían perfectamente introducir una historia de ciencia ficción (y la novela citada de la autora estadounidense efectivamente lo es), en este caso se trata de una serie de historias, encuentros, relaciones, que, eso sí, tienen en común el hecho de que los personajes mantienen el contacto a través de un dispositivo, una app. Esto hace posible no solamente entablar una relación (o conexión) con otra persona (con el otro), sino que la tecnología, el anonimato y las limitaciones de la comunicación entre las dos personas que se ven conectadas, ofrecen también la posibilidad de ensayar una nueva identidad, en otro cuerpo (como una especie de máquina-mascota) o en la mirada ajena de una persona que se manifiesta de manera inidentificable.

Esta situación y estas circunstancias sí tienen que ver con la tecnología, pero planteando una serie de preguntas que nos preocupan ahora, en las primeras décadas de este siglo XXI, y no como algo que ocurrirá en el futuro. Nos ha tocado vivir una vida tecnologizada e hiperconectada que ofrece un sinfín de posibilidades para relacionarnos con otras personas, de una manera muy diferente a la de hace algunas décadas. A pesar de que la tecnología tenga un papel aparentemente importante en la novela, como dice la autora en una entrevista, Kentukis: “es un libro que, si bien habla de nuestras relaciones con lo tecnológico, no es un libro sobre tecnologías, de hecho, no hay tecnología en el texto, es un libro sobre las conexiones humanas. Sobre las relaciones de personas con personas.” (Pomeraniec) Las confusiones (si es que las hay) podrían surgir del hecho de que hemos alcanzado un nivel tecnológico que en el pasado era parte de la sci-fi, incluso términos como ciberespacio para hoy dejaron de ser algo del futuro imaginado, y para muchos es parte de sus rutinas cotidianas. (Turkle 16)

Lo que nos interesa en el presente trabajo es justamente una lectura que resalta aspectos de esta rutina que se remarca en el mundo ficticio de la novela: dónde se sitúan las fronteras, los límites en este espacio difícilmente determinable donde se producen los encuentros entre personas que miran y personas miradas por otros, cómo se presentan las desigualdades provocadas por las condiciones que podemos considerar como una especie de lo pos humano, y cómo influye en la identidad de las personas la vida extendida que hace posible la tecnología.

El concepto del kentuki

El motor de todo lo que ocurre en la novela es una aplicación que tiene que ver con el título del texto, Kentukis. Según la descripción de la autora, los kentukis “son una mezcla entre una app y un dispositivo nuevo que lo que permite es el acceso remoto de un ciudadano a la vida privada de otro. Con todos los peligros y las libertades que eso puede tener.” (Pomeraniec) Los personajes del libro tienen dos opciones: pueden elegir entre ser o tener un kentuki, es decir, comprar un código y con la ayuda de un programa, una aplicación, convertirse en una mascota-máquina que había comprado otra persona desconocida en un lugar desconocido del mundo, o bien comprar un peluche que tiene en los ojos una cámara a través de la cual es mirado por otra persona (que haya elegido la opción de ser en vez de tener). Los kentukis pueden moverse, pueden chillar, gruñir, y ver, pero no pueden comunicarse de ninguna otra manera.

En la novela hay cinco narraciones principales, entremezcladas, es decir, de la misma manera como para los personajes, las relaciones y el contacto aparecen de manera fragmentada, los usuarios se conectan y se desconectan según sus necesidades, preferencias, y las circunstancias de su otra vida, de su realidad principal. No hay un o una protagonista, al comprar el software se convierten en usuarios iguales, en ojos que espían la vida de otra persona o en protagonistas virtuales para una persona desconocida que aparece en un cuerpo artificial entre una mascota de peluche y una máquina.2

Fronteras y límites entre lo real y lo virtual

Desde que internet forma parte de nuestra vida cotidiana y que han aparecido las redes sociales, así como otros medios que permiten una comunicación anónima y presentarnos ante el mundo o ante otros sin las limitaciones de la realidad como la conocíamos antes de la aparición del ciberespacio, tendemos a dividir nuestra presencia en el mundo en realidad y virtualidad, en vida offline y online, lo virtual o lo online muchas veces se ve asociado a algo peligroso, algo no auténtico, un mundo incontrolable que atrae con lo que amenaza: la falta del control y limitaciones de la vida real. Como dice el sociólogo polaco, Zygmund Bauman en Vigilancia líquida respecto a las relaciones humanas, lo online es asociado a la superficialidad, a la frialdad y a lo mecánico, mientras lo offline a la profundidad, al calor, y a lo auténtico. Según él se trata de elegir entre seguridad y libertad, y cuanto más tenemos de una, menos tenemos de la otra. (47) Pero las fronteras y las limitaciones no solo se vuelven líquidos –para usar el término del mismo Bauman– en la virtualidad, sino, en cuanto al aspecto humano, también entre virtualidad y realidad.

La situación que plantea la novela con los encuentros entre personas desconocidas que desean relacionarse con otros (ser otro, privado de su aspecto humano o dejar entrar otro en su vida para tener una compañía que no requiere los esfuerzos de una relación humana) plantea perfectamente cómo se van desvaneciendo las fronteras entre realidad y esa virtualidad real que ya en sí intenta ser un terreno intermediador, ya que para los kentukis por un lado se trata de un mundo que es como si fuera virtual: lo ven a través de una pantalla, la comunicación es limitada, no pueden ni oler ni tocar lo que está al otro lado, lo perciben como percibimos lo virtual, pero al mismo tiempo saben bien que los personajes de esa otra vida son de carne y hueso. Y de la misma manera los que eligen tener una compañía-mirada humana en forma de animal-máquina, o sea, algo real que contiene una presencia virtual, saben también que detrás de lo que ellos sí pueden tocar, hay una vida, para ellos virtual, que al mismo tiempo es bien real.

Bauman habla de una elección entre libertad y seguridad, entre la búsqueda del placer y la aventura (ir más allá de las posibilidades de nuestra vida real y limitada) y la protección de lo conocido. (47) Pero qué ocurre si intentamos hacer desaparecer esas fronteras y creamos un espacio con otras lindes, nuevas, un espacio cuyas reglas, en principio, hacen posible extraer lo atractivo y lo necesario de estos dos mundos que aparecen casi siempre opuestos.

Varios personajes llaman la atención a que también este entremundo necesita las fronteras, las limitaciones, que hacen posible una convivencia segura. Por ejemplo, Grigor, un chico joven que se dedica a vender conexiones preestablecidas aprovechando la demanda de personas que tienen deseos concretos respecto a la vida que quieren espiar: compra conexiones, las categoriza según lugar, circunstancias y tipo de propietario, y las vende a personas que no se conforman con la regla de la casualidad en cuanto al otro que observan a través de un kentuki. Probablemente él es el personaje más consciente de cómo funciona el sistema de kentukis y los porqués de las limitaciones (aunque es justamente él el que se aprovecha de que la gente difícilmente sea capaz de respetar las reglas que tanto necesita). Hablando de las reglas (límites) impuestas por los propietarios del negocio, por motivos económicos, y/o para que las relaciones y las otras vidas en forma de kentukis se parezcan a las de la vida real, afirma lo siguiente: “‘una conexión por compra’, era la política de los fabricantes, venía escrita al dorso de la caja, como si se tratara de alguna ventaja del producto. […] Al final, a la gente le encantaban las restricciones.” (Schweblin 59) Grigor tiene una actitud muy profesional en este espacio especial, pero incluso él se confunde una vez cuando involuntariamente será testigo de un crimen. Gracias a una conexión un día descubre el secuestro de una niña en la frontera de Venezuela y Brasil. Grigor llama la policía venezolana de la región que resulta estar involucrada en la red de trata de niñas, y las dos realidades pronto se conectan: llegan a llamar en su puerta en Zagreb para quitarle la herramienta que le ha permitido ir más allá de lo que hubiera debido.

Los dos personajes principales femeninos, Emilia y Alina también están conscientes de la importancia de quedarse en el lado correspondiente de la frontera: “los límites eran en realidad los fundamentos de estas relaciones,” (Schweblin 205) dice Emilia. Alina precisa aún más y llega a la conclusión de que es la limitación de la comunicación lo que le ayudará a quedarse al lado correcto de la frontera:

A la larga el kentuki siempre terminaría sabiendo más de ella que ella de él, eso era verdad, pero ella era su ama, y no permitiría que el peluche fuera más que una mascota. Al fin y al cabo, una mascota era todo lo que ella necesitaba. No le haría ninguna pregunta, y sin sus preguntas el kentuki dependería solo de sus movimientos, sería incapaz de comunicarse. Era una crueldad necesaria. (Schweblin 29)

Sin embargo, la mayoría de los personajes, incluida Emilia, no son capaces de no querer violar las reglas y no pasar por fronteras por las que saben que no deberían pasar.

Enzo, el padre divorciado que compra el kentuki por consejo de su ex mujer y su psicólogo para no sentirse solo, encuentra en el kentuki (que desde el primer momento llama “míster”, sabiendo que hay una persona detrás) un cómplice en vigilar al hijo: la mascota le avisa cuando el niño no hace lo que debería hacer, y también funciona como compañía (¿sustito de su mujer?), por lo tanto pronto quiere más, una relación más real, y le pide al kentuki, es decir, a la persona que da los ojos de la maquinita, llamarle por teléfono: “Sabía que le estaba proponiendo algo extraño. Cruzaba los límites, como si usara el mejor juguete de su hijo para su propio beneficio.” (Schweblin 84) Algunas frases más tarde vemos lo que en la mayoría de los casos es la principal razón de no poder quedarse detrás de las fronteras del juego: “tan excitado se sentía Enzo esperando esa llamada.” (84) Por un lado, cruzar las fronteras excita, y, por otro lado, las emociones no conocen las fronteras de la virtualidad, ni las de este espacio de realidad virtualmente creada.

En la historia de Emilia, una mujer mayor, quien llega a la vida de la joven alemana, Eva, podemos seguir perfectamente el proceso de cómo se liberan sus emociones de los límites y cómo se involucra cada vez más en la relación con la chica que la mima a través del cuerpo de un conejito de peluche que ella percibe visualmente en la pantalla. Al principio solo se deja llevar por su curiosidad hacia el regalo de su hijo que consiste en el código que le permite relacionarse con una persona que más o menos tendrá la edad del joven ausente: “Emilia todavía no entendía de qué se trataba eso, aunque tenía que aceptar que empezaba a sentir cierta curiosidad.” (Schweblin 18)

Sin embargo, la curiosidad pronto se transforma en algo más tentativo, algo que ya tiene el efecto de una emoción, pero todavía no llega a tener ningún nombre, en esta fase aún no es definible y produce dudas, pero al mismo tiempo, como la historia demuestra, es un estado del cual ya no hay marcha atrás: “Es una estupidez, pensó Emilia, aunque reconoció que tenía su gracia. Había algo emocionante y todavía no alcanzaba a entender exactamente qué.” (Schweblin 19) A partir del primer encuentro las dos mujeres empiezan a formar parte de la vida cotidiana de la otra y poco a poco entablan una relación que, a pesar de su carácter anónimo, limitado y online, en el campo de las emociones resulta tener el mismo efecto como si se hubieran conocido en la vida offline. Eva se pone histérica cuando su novio quiere acabar con la mascota-máquina poniéndola bajo el agua, y Emilia llena su piso con las fotos de la chica para estar con ella todo el día. Pronto se produce el momento cuando las emociones hasta llegan a tener un nombre, una definición:

Diciendo ‘la cámara’, la chica se refería a ella, a Emilia, por primera vez. Y eso era dar por sentado que había alguien dentro de la conejita, alguien a quien Eva quería y cuidaba. […] Emilia sintió que quería a esa chiquita más que nunca. Eran importantes la una para la otra, lo que les pasaba juntas era algo real. (Schweblin 89)

Es decir, Eva llega a tener emociones reales, llega querer a la persona que hay “dentro de la conejita”, y Emilia también llega a tener emociones reales, a querer a la chica de la pantalla de su ordenador. Pero, según el planteamiento de Bauman sobre la vigilancia líquida, cuando confundimos virtualidad y realidad, “entre las dos opciones, hay un gran vacío, una desbordante caja de Pandora” (56) y es lo que vemos en el desarrollo de esta historia, ya que volviendo a citar a Bauman,

[…] un cuchillo se puede utilizar para cortar el pan y para cortar gargantas… […] Pero no se cortan igual panes que gargantas si ese cuchillo son las conexiones/desconexiones online, o las integraciones/separaciones, y […] de los lazos interpersonales a los que se aplica ese cuchillo concreto. (53)

Y esta metáfora sirve perfectamente para el final de la historia de esas dos mujeres (sobre todo en lo que se refiere a Emilia) que no saben cómo usar ese cuchillo respetando las fronteras, las reglas del juego, para quedarse dentro de este terreno intermedio entre realidad y virtualidad y no confundirse, no tener que escoger entre placer y seguridad. Una amiga le regala a Emilia un kentuki que tiene la misma forma de conejito que ella tiene en el mundo de Eva, y Emilia comete no solo el error de confundir espacios (pasar por el límite prohibido), sino también el de confiar tanto en su mascota como si se tratara de ella misma. Lo comparte todo con ella y así la convierte en testigo de haber sobrepasado las fronteras. Eva y su novio se enteran de todo gracias a la persona del conejito de Emilia, le llaman por teléfono y se burlan de ella, de su edad, de su ropa interior de vieja, y las emociones son verdaderas otra vez, “su corazón latiendo peligrosamente rápido” (Schweblin 208), pero, por suerte, gracias a las características virtuales de la relación tiene la opción de desconectarse, y es lo que hace:

¿Cómo se desconectaba esa pesadilla? Tanteó el controlador y encontró el botón rojo que tantas otras veces había pasado por alto. ‘Desea anular su conexión?’ Emilia aceptó. […] su cuerpo no parecía capaz de responder a ningún nuevo estímulo. Se quedó inmóvil, agotada de tanto espanto y maltrato. (208)

Bauman, por supuesto, no conocía los kentukis, pero lo que dice sobre los medios sociales que quizás de otra manera, pero también en forma anónima hacen posible tanto observar que ser observado, es aplicable también a las historias de la novela: “los medios sociales nos acercan a la vez que nos distancian” (Bauman 46) –y como hemos visto en el ejemplo de Emilia, los kentukis pueden distanciarnos de nosotros mismos, de esa manera de ser civilizada que llevamos miles de años desarrollando.

Igualdades y desigualdades

En 21 lecciones para el siglo 21 el popular historiador Yuval Noah Harari dice que en los años 2000 hay mucha más igualdad en el mundo que había en 1900, y que, además, hay toda una generación (que ya se educa en las democracias de finales del siglo XX, es decir, lo que se suele llamar la generación X) que crece con la promesa de la igualdad. La gran pregunta es cómo influye el boom de internet y el desarrollo tecnológico cada vez más rápido en la igualdad y las desigualdades del mundo. Esta pregunta, por supuesto, no la vamos a responder aquí, nos restringimos al aspecto que se refleja en la novela de Samantha Schweblin.

La cuestión de igualdad-desigualdad, respecto a lo que plantea la novela, se ofrece para varias interpretaciones. Por un lado, llama la atención que en el texto los personajes son ciudadanos de un mundo globalizado y digitalizado que crea cierta igualdad entre personas de sociedades muy distintas: en el texto aparecen más de 20 ciudades de todo el planeta, desde Zagreb hasta Oaxaca. Si la globalización y la digitalización o tecnologización realmente disminuye la desigualdad en cualquier sentido (social, cultural, de posibilidades, económica, racial, etc.) no es, no puede ser tema de este trabajo, pero lo que sí podemos observar a través de las historias de la novela es la reacción de los personajes ante una situación que en principio ofrece condiciones iguales para todos ya que entrando en la aplicación el sistema elige al azar la persona con la que el usuario se conecta. De esta manera hace desaparecer también la percepción de la otredad que produce desigualdad, no como ocurre en el espacio de la realidad cuando por alguna razón entramos en contacto con una persona desconocida. Samantha Schweblin dice en la entrevista ya citada lo siguiente:

Este mundo está conformado por muchísimas culturas, algunas muy nuevas, algunas muy antiguas, con distintas idiosincrasias. Somos iguales y somos muy distintos al mismo tiempo. Pero si hay algo que me parece que une a todas esas culturas y a todos esos mundos es el momento y la manera en la que nos relacionamos con la tecnología. La tecnología empezó al mismo tiempo para todos, con las mismas reglas, con los mismos emoticones, con los mismos modos, con los mismos límites y faltas de límites. Es lo único en lo que todas las culturas tienen un mismo lenguaje. (Pomeraniec)

El hecho de que las conexiones entre los amos y kentukis se establezcan al azar, en principio también contribuye a la igualdad de posibilidades, así como el cuerpo entre peluche y máquina que borra las diferencias de sexo, edad, raza, todo lo que pueda ser motivo de desigualdad causada por la aparición física, por el cuerpo de una persona y todo lo que esto implica. En cuanto a la cita de la autora tenemos que ver que aun sin salir del mundo ficticio de la novela notamos la facilidad o dificultad de los personajes para tener acceso al kentuki, o sea, es a partir del momento de entrar en contacto con el otro usuario cuando, en teoría, entran en un mundo de condiciones iguales para todos. Sin embargo, al hablar sobre fronteras, su aceptación o no, hemos visto la actitud de varios personajes que no eran capaces de respetar las reglas del juego que habían elegido jugar, y esto, lógicamente, afecta también la igualdad creada por dichas reglas.

Ya hemos mencionado la historia de Grigor, el joven que se dedica a comprar conexiones y venderlas a personas que no están dispuestas a observar una vida cualquiera (así protestan contra la igualdad de derechos, ya en el momento del inicio del juego). O sea, es justamente la desigualdad que atrae a ciertos individuos a formar parte de otro mundo con la ayuda de un kentuki, no solo el turismo o la curiosidad. Grigor no es el único que descubre esta demanda, de esto se queja él mismo, o sea, se trata de un fenómeno importante en esta capa de la sociedad que se interesa por los kentukis. Respecto a la igualdad que propone el software, podemos interpretar esta actitud como cierta resistencia por parte de los usuarios: “Había gente dispuesta a soltar una fortuna por vivir en la pobreza unas horas al día, y estaban los que pagaban por hacer turismo sin moverse de sus casas, por pasear por la India sin una sola diarrea, o conocer el invierno polar descalzos y en pijama.” (Schweblin 61)

La mayoría de los usuarios, al menos los que conocemos en la novela, pertenecen más o menos al mismo grupo social, a la clase media, aunque procedan de puntos muy distintos del mundo. Hay una única excepción y justo en la historia de Grigor, que, como ya lo hemos mencionado brevemente, sin querer, a través de los ojos de un kentuki, va a ser testigo de una situación que parece ser un secuestro. No sabemos de quién es la mascota que sale del edificio de su amo y llega a otro donde está encerrada una niña que sabe perfectamente qué tipo de animalito-máquina tiene enfrente y hasta improvisa un método para comunicar con la persona que sabe que la está viendo en alguna otra parte del mundo, en la pantalla de un ordenador. Para Grigor, hasta este momento se trataba simplemente de un negocio, ni siquiera le importaba que era algo no del todo legal. Nos llama la atención también la presencia de distintas generaciones (otra desigualdad) que no solo perciben de otra manera la tecnología, sino también las situaciones de límite entre legalidad e ilegalidad: “Ilegal era una palabra que alarmaba a la generación de su padre, un término sobrevalorado que además ya sonaba anticuado.” (Schweblin 60) Aunque no le importe, lo que hace Grigor está en la zona gris, él mismo sabe que antes o después llegará el tiempo cuando las autoridades decidan regular la situación de los kentukis, ya que en el momento de la historia es un terreno sin control, totalmente libre (excepto las limitaciones que vienen de la naturaleza del juego, como lo habíamos mencionado en el apartado anterior), de la misma manera como Airbnb o Uber, formas de negocio que pronto crean situaciones conflictivas en algunas sociedades que se solucionan muchas veces con la intervención de las autoridades regulando su funcionamiento, o simplemente prohibiéndolos.

El negocio de Grigor va tan bien que pronto contrata a una chica, su vecina, para poder manejar la mayor cantidad de conexiones posible. Y un día el chico se ve obligado a meterse en esta historia humana, a pesar de sus principios de negocio. Es su compañera de trabajo quien le llama la atención a la situación de la chica venezolana:

–Esta chica– dijo Nikolina, acercándosela.

Él nunca se refería a sus conexiones por los amos a las que estaban linqueadas. No trabajaba con personas, sino con dispositivos vinculados a determinados números IMEI: tecnologías telefónicas, sistemas hexadecimales y un vistoso bloc de plantillas de datos. ¿Quién era esa chica? (Schweblin 176)

Con mucho esfuerzo conjunto llegan a avisar a los padres de la niña y consiguen que pueda volver a su casa. Pero, aunque es lo que esperamos, no hay happy end. Nikolina se va a descansar y Grigor observa un rato más la casa de la familia venezolana que acaba de recuperar a la hija: “Era un sitio humilde, casi al límite de lo aceptable, pero el paisaje era agradable y la familia se veía pintoresca.” (Schweblin 199) Al seguir observando, en la casa de la familia venezolana algo le llama la atención y cuando se acerca con el kentuki ve cómo dos hombres conversan, que resultan ser el padre de la nena y un extranjero que quiere que le devuelvan su dinero ya que se ha vuelto a casa la niña que le habían vendido. Cuando Grigor se da cuenta a dónde había vuelto a la niña, inmediatamente quiere huir de la situación que dejó de ser un simple juego, y buen negocio, y se ha convertido en la historia de un ser humano que él no podrá salvar. Esta experiencia hace que reflexione sobre lo que significa para otros lo que está haciendo:

[…] no quería seguir viendo a desconocidos comer y roncar […], no quería mover a nadie más de un infierno a otro. No iba a esperar a que las benditas regulaciones internacionales llegaran para sacarlo del negocio, ya habían tardado demasiado. Iba a salirse solo. […] Accedió a la configuración general y, sin molestarse siquiera en sacar antes el kentuki de esa casa, cortó la conexión. (Schweblin 200)

Parece que las desigualdades se reproducen hasta en este espacio virtual de la realidad donde los participantes voluntarios compran justamente las condiciones de un mundo igual. Harari llama la atención a otro aspecto que separa el mundo de la ciencia ficción del de la novela que refleja mucho más la realidad de nuestros días: el historiador dice que en los libros y en las películas de ciencia ficción vemos escenas apocalípticas llenas de dramatismo, fuego y humo, pero, como dice él: “in reality we might be facing a banal apocalypse by clicking.”(Harari 42) La historia de la venezolana vendida por su propio padre que Grigor decubre haciendo clics en su ordenador, no es el único caso que choca al lector, veremos más adelante que todas las historias salen de las manos de los personajes y acaban en algo que puede marcar perfectamente el camino hacia un apocalipsis humano.

Identidades afectadas

Considerando que los personajes kentuki pasan largos ratos anónimos, en sus otros cuerpos, surge la pregunta cómo se relacionan las identidades de los personajes en el espacio real (offline) y en el espacio virtual (online) y cuál es su motivación para querer sobrepasar los límites de su realidad. En caso de Grigor, el del negocio de las conexiones, y de Enzo, el padre que se ve obligado por el psicólogo y la ex mujer a comprar un kentuki, y entrar en este mundo intermedio, hay una explicación práctica, pero en caso de los otros tres personajes principales podemos observar perfectamente qué tipo de motivaciones internas puede haber que también tienen que ver con la personalidad, circunstancias, vida y hasta la identidad real (ficticia-real) de las personas en cuestión: crisis existencial, soledad, crisis emocional.

Alina, una joven que acompaña a su novio a la residencia de artistas en Oaxaca, cuando llega a un sitio muy diferente de donde había vivido, plantea problemas existenciales de su vida de la siguiente manera: “Eso era lo que había querido desde hacía unos años, mudarse de sitio, o de cuerpo, o de mundo, lo que fuera para que pudiera virarse.” (Schweblin 21) En su caso todo esto todavía no se refiere al mundo virtual o al mundo de los kentukis, y cuando leemos una comparación de su novio con ella, se nos ofrece otra explicación relacionada a la crisis existencial en la que se encuentra la chica y que puede ser la raíz de la inseguridad e insatisfacción que lleva a uno o a una a buscar la manera de convertirse en otro, en otro cuerpo, u en otra persona en los ojos de otro ser desconocido: “Ella no tenía un plan, nada que la sostuviera ni la protegiera. No tenía la certeza de conocerse a sí misma ni tampoco sabía para qué estaba en este mundo.” (Schweblin 21)

En caso de la jubilada Emilia pronto nos enteramos de que está sola, es viuda y su único hijo vive lejos: “Le habían sacado al hijo pródigo en cuanto el chico cumplió los diecinueve años, seduciéndolo con sueldos obscenos y llevándolo de acá para allá. Ya nadie iba a devolvérselo, y Emilia todavía no había decidido a quién echarle la culpa.” (Schweblin 16) En pocas líneas se nos presenta una de las consecuencias humanas del dominio de las multinacionales sobre la vida de muchos, otro símbolo posible de la globalización. Ya hemos visto cómo Emilia, el personaje de mayor edad, es la que más se deja llevar por las emociones que pronto empieza a sentir (o proyectar) en relación a su ama de kentuki y que la tiene enganchada.

Marvin es el tercer personaje que convirtiéndose en kentuki espera compensar algo que le falta en su vida. Es un chico adolescente, que perdió hace poco a su madre y su padre solo se ocupa de exigirle que estudie. Su historia es quizás la más triste, porque él se lo juega todo para cumplir el sueño de su madre: tocar la nieve que solo es posible en otras partes del mundo, o convirtiéndose en un kentuki. De hecho, el chico está convencido de que la única vía para lograr lo que quiere es ir a este otro mundo donde se mueve en un cuerpo de kentuki: “si lograbas encontrar nieve, y empujabas lo suficiente tu kentuki contra un montículo bien blanco y espumoso, podías dejar tu marca. Y eso era como tocar con tus propios dedos la otra punta del mundo.” (Schweblin 63)

Respecto a la relación entre las identidades offline y online que puede tener uno gracias a las inmensas posibilidades que ofrece internet, el texto quizás más citado y discutido es de la socióloga Sherry Turkle que incluso en su título se refiere a la problemática de “la construcción de la identidad en la era de internet.” (Turkle) Entre sus ideas básicas encontramos varias que describen muy bien la naturaleza del espacio que ofrece internet, por ejemplo: “el ordenador se ha convertido en algo más que una herramienta y un espejo: podemos atravesar el espejo.” (Turkle 14) Y esto tiene la consecuencia de que hay unos “cambios fundamentales en la manera como creamos y experimentamos la identidad humana.”(Turkle 15) Se trata de un texto publicado en 1995, momento desde el cual han cambiado varias costumbres y usos, incluso la accesibilidad a internet, y, en parte por esta razón, desde entonces se han criticado varios puntos del texto mencionado de la psicóloga-socióloga, pero ya entonces hace algunas observaciones que para hoy se han convertido en actitudes comunes. Por ejemplo, hasta hoy es muy común hacer una distinción entre realidad y virtualidad, entre lo online y lo offline, lo que, según Sherry Turkle, conduce a la construcción de una identidad distribuida y descentrada y también afirma que las experiencias en línea ofrecen una posibilidad para el juego con los aspectos del yo, “para proyectar personajes alternos.” (Turkle 264) Podemos observar este fenómeno en algunas descripciones sobre el estado kentuki de los personajes de la novela, como por ejemplo en caso de Emilia: “Estaré loca, pero por lo menos estoy actualizada, pensó. Tenía dos vidas y eso era mucho mejor que tener a penas media y cojear en picada.” (Schweblin 42) O en caso de Marvin lo encontramos en la siguiente descripción: “Entonces, desde el otro mundo, su padre gritó su nombre y le advirtió que esa era la segunda vez que lo llamaba a cenar.” (Schweblin 93)

Sin embargo, hay otros lugares en el texto donde esta dicotomía desaparece y se borran las fronteras entre lo que artificialmente separamos y llamamos real vs virtual. Una de las frases que mejor describe la fusión de las identidades (si es que alguna vez habían sido realmente separables) se refiere al mismo chico de la nieve, Marvin: “En la cena, su padre preguntaba cómo iban las cosas, si las notas estaban bien. Las notas llegarían en tres semanas y serían espantosas, pero a esas alturas Marvin ya no era un chico que tenía un dragón, sino que era un dragón que llevaba dentro a un chico. Las notas eran un tema menor.” (Schweblin 91)

Un caso más que muestra bien la no separación de las identidades entre los dos lados de la pantalla es cuando uno de los clientes de Grigor, una mujer, después de haberle comprado un código con acceso a observar la vida de una nena de la India, le escribe un mensaje diciendo: “Será lo más parecido a tener una hija […] se lo agradeceré el resto de mi vida.” (Schweblin 96) Y las críticas al texto tan citado de Sherry Turkle sobre la construcción de identidades consisten justamente en que según los estudios más tardíos las identidades creadas en la virtualidad u online, en la mayoría de los casos son consistentes con las identidades de la realidad offline. (Meneses) Es decir, puede que se trate de dos espacios, pero del mismo mundo, de la misma realidad, a lo que alude la misma Sherry Turkle también, al final de su libro: “La noción de lo real contraataca. Las personas que viven vidas paralelas en la pantalla, están, por otra parte, atadas por los deseos, el dolor y la mortalidad de sus yoes físicos.” (Turkle 336) Y viceversa. Volviendo al ejemplo de Marvin, que en su cuerpo de kentuki llega a conseguirlo todo para poder ir lo más lejos posible y encontrar la nieve para tocarla, gastando hasta los últimos céntimos de la cuenta de su madre, al final fracasa. Dos niños cogen el kentuki del suelo, se pelean, y el animalito (Marvin) acaba en una camioneta que va por caminos muy malos, así que el dragón se cae y empieza a rodar cuesta abajo.

Rodaba, seguía rodando […] cuando pensó en su madre y en la nieve. […] Rodaba, y su padre abrió la puerta. […] El ruido de la caída seguía oyéndose, metálico en la habitación. ¿Qué haría si su padre le preguntaba qué estaba pasando? ¿Cómo le explicaría que en realidad estaba golpeado, que estaba roto, y que seguía rodando, sin ningún control, hacia abajo? […] Miró a su padre que, con un gesto de la cabeza, le indicó que saliera. […] La casa entera se sentía demasiado liviana, irreal. […] Por un momento, el frío le dolió en la punta de los dedos. Pensó en su madre. (Schweblin 195)

Así acaba la historia de Marvin en cuyo caso hemos podido ver perfectamente cómo se borran los límites entre los dos espacios, y cómo cambian, se deforman y se funden sus identidades.

Conclusiones

La novela de Samantha Schweblin narra varias historias entre las cuales la relación es que los personajes se relacionan, se conectan a través de un programa, un software, que requiere dos usuarios, uno detrás de una pantalla que con su ordenador (o portátil, o tablet) maneja el movimiento de una mascota electrónica, y otro, que después de haber comprado el llamado kentuki, es observado a través de los ojos de este que realmente son cámaras cuya imagen aparece en la pantalla del usuario número uno. Hemos comprobado que no se trata de un texto de ciencia ficción ya que dentro de la ficción creada por la autora todo ocurre en nuestros tiempos, y solo opera con tecnologías existentes en una combinación no existente, pero posible y reconocible en otras posibilidades que brinda la tecnología hoy en día, sin ningún avance científico-tecnológico. Usando los términos que se han ofrecido como subtemas de explorar la otredad en textos literarios: fronteras, desigualdad e identidad(es), hemos estudiado varios aspectos de lo que hemos entendido en la novela como dificultad, peculiaridad, o especial en cuanto al encuentro con el otro que en este caso se ve modificado por la forma en la que ocurren estos encuentros y se forman (o se deforman) las distintas relaciones con otros, o con la otredad de uno mismo en otro espacio y cuerpo.

Hemos visto que cada una de las cinco historias empieza con un gran entusiasmo por parte de uno o de los dos usuarios que se conectan (y hay algunas narraciones menores también donde pronto fracasa el encuentro y el usuario del kentuki termina la conexión), sin embargo, cada una de las cinco relaciones acaban mal. Ya hemos mencionado tres finales (el de Emilia, el de Grigor y el de Marvin), pero los otros dos, el de Enzo y el de Alina también son un fracaso. Podemos considerar estos dos casos como complementarios ya que Enzo confía en su kentuki hasta el último momento porque su experiencia, sobre todo en lo que se refiere a la responsabilidad que nota en el kentuki hacia su hijo, le convence y le parece una desconfianza sin motivo la preocupación de su esposa por si hay un viejo perverso en el otro lado, detrás de la pantalla, observando al chico. Pero resulta que la esposa tiene razón, al menos en cuanto a los intereses del kentuki, así que Enzo no puede hacer otra cosa que matarlo. Lo entierra vivo:

Golpeó la tierra con los puños, con toda su fuerza, hasta sentir algo crujir, crujir, y sin embargo temblar, moverse imperceptiblemente. Volvió a tomar la pala, la levantó en el aire y apaleó la tierra. Golpeó una y otra vez, compactándolo todo, hasta estar seguro de que, incluso si un ser vivo latiera en el fondo, ninguna grieta volvería a abrirse. (Schweblin 213)

Es decir, el descubrimiento de que el otro anónimo con el que compartía la vida durante meses no es el que pensaban que era, provoca una reacción agresiva, y no solo en este caso, sino también en el de la señora mayor, Emilia, que también acaba matando al kentuki.

Con Alina, en cambio, ocurre justo lo contrario y es lo que convierte su historia en la más chocante. Alina es una joven guapa que frecuentemente se mueve por la casa en poca ropa y cuando un día su kentuki al tomar el sol pasa por su lado rozándole el pecho, empieza a someterlo a todo tipo de torturas, le corta las alas, le quema la espalda, le quita el pico y lo pega en uno de los ojos, le obliga a ver un vídeo porno en el que sale un kentuki como personaje, etc. En las últimas páginas del libro podemos leer el final de la historia de Alina que llega a la exposición de su novio artista que consiste en una serie de salas con un kentuki muerto (desconectado) en el centro, sobre un pedestal, y dos pantallas que paralelamente muestran imágenes de los dos usuarios. En caso del kentuki de Alina en una de las pantallas se ven todas las torturas que la joven inventa y lleva a cabo, mientras en la otra el otro usuario que ella pensaba que era un viejo verde con la intención de verla desnuda y tocarle el pecho. Sin embargo, el usuario resulta ser un niño de siete años sorprendido y cada vez más triste y desesperado viendo todo lo que había tenido que sufrir como kentuki. La reacción de Alina, la sensación es casi como si ella misma se convirtiera en un kentuki, o al menos en otro, en un cuerpo que no se parece en nada al de un ser humano:

Tenía el impulso de gritar, pero no podía. Solo podía moverse dentro de sí misma, como un gusano de madera arrastrándose entre sus propios túneles, hurgando un cuerpo absolutamente rígido. […] Estaba tan rígida que sentía su cuerpo crujir, y por primera vez se preguntó, con un miedo que casi podría quebrarla, si estaba de pie sobre un mundo del que realmente se pudiera escapar. (Schweblin 219–221)

En los tres apartados hemos procurado dar un enfoque a los elementos estudiados que subraya los paralelismos de lo narrado en la novela con fenómenos que observamos en nuestro alrededor día a día. Aunque hayamos comprobado que la dicotomía realidad-virtualidad es por lo menos discutible, la conclusión a la que llega Sherry Turkle muestra a la misma dirección que las observaciones de los otros teóricos: “Vivimos en el umbral entre lo real y lo virtual, inseguros de nuestro equilibrio, inventándonos sobre la marcha.” (Turkle 16) Han pasado más de veinte años, pero según lo que se refleja en la novela, esta inseguridad todavía no se ha superado. Bauman, en el texto citado, Vigilancia líquida lo llama hasta confusión y dice que “para salir de la confusión necesitamos algo más que cambiar las herramientas ya que esas solo nos sirven para hacer lo que estaríamos intentando hacer de todas formas.” (56) Harari va aún más allá y opina que con la ayuda de la tecnología no paramos de provocar la psique humana y los sistemas sociales, sin saber cuál será la consecuencia y sin tener todavía modelos o estrategias para controlarlo. (18) Dice también que para entender lo que está pasando en el mundo, hay que plantearlo en forma de narraciones y es lo que hace la novela de Samantha Schweblin, dar posibles narraciones a una situación creada con la ayuda de la tecnología, ficticia, pero posible. O podemos entenderlo también como metáfora de otras situaciones típicas que se presentan en nuestra actualidad, en nuestra vida real-virtual, para hacernos enfrentar a las condiciones, riesgos, deseos, decisiones, fronteras, desigualdades e identidades, y sus posibles consecuencias.

Obras citadas

Bauman, Z. & D. Lyon (2013): Vigilancia líquida. Trad. Alicia Capel Tatjer. Barcelona: Paidós.

Braidotti, R. (2015): Lo posthumano. Trad. Juan Carlos Gentile Vitale. Barcelona: Editorial Gedisa.

Harari, Y. N. (2018): 21 Lessons for the 21st Century. London: Jonathan Cape.

Hinde, P. (2018): Samantha Schweblin y el universo inquietante de su novela: tecnología, soledad y voyeurismo. Infobae (14 de octubre de 2018). 10 de febrero de 2020. https://www.infobae.com/cultura/2018/10/14/samanta-schweblin-y-el-universo-inquietante-de-su-nueva-novela-tecnologia-soledad-y-voyeurismo/

Meneses, J. (2006): Diez años de vida (cotidiana) en la pantalla: una relectura crítica de la propuesta de Sherry Turkle. UOC Papers 2. 10 de febrero de 2020. http://www.uoc.edu/uocpapers/2/dt/esp/meneses.pdf

Schweblin, S. (2018): Kentukis. Barcelona: Literatura Random House.

Turkle, S. (1997): La vida en la pantalla. La construcción de la identidad en la era de internet. Trad. Laura Trafí. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica S. A.


  1. En el análisis nos recurrimos a los conceptos que se han planteado en la convocatoria del workshop Problemáticas de la otredad: fronteras, (des)igualdades, identidades, organizado en la Universidad Católica Pázmány Péter de Budapest, en marzo de 2019.↩︎

  2. Son kentukis: Marvin (un chico joven que se autobautiza como SnawDragon), Grigor (hace negocio vendiendo códigos para poder elegir la vida que uno quiera espiar), Emilia (mujer mayor que al final va a ser tanto ama como kentuki) Tienen un kentuki: Alina (una joven que está en México con su novio artista y que tiene un kentuki llamado Coronel Sanders), Enzo (un padre divorciado que compra el kentuki porque es lo que le exige su ex mujer para poder estar con su hijo, Luca), Emilia (personaje que conocemos como ser, pero que gracias a una amiga va a tener un conejo igual a como ella en su vida de kentuki).↩︎